a pandemia, entre tanta restricción y tiempo muerto, nos está trasladando a escenarios que nos parecían ajenos, o simplemente lejanos, sin tener que salir de casa. Uno de ellos arranca de la contemplación diaria de imágenes de lugares ahora vacíos que son conocidos por todos, aunque vivamos a kilómetros de distancia. Repaso las fotos del día y parece como si un tratamiento previo de Photosop hubiese eliminado de esas instantáneas todo rastro de personas. Una Estafeta sin huellas en adoquines y losetas, una Plaza del Castillo desierta en hora punta, una plaza de los Fueros de Tudela invadida solo por el tibio sol del mediodía. Lo más parecido a la conocida escena de la Gran Vía de Madrid sin un alma en la calle plasmada en la película 'Abre los ojos', de Amenábar. Pero ahora vuelve a demostrarse una vez que la ficción va por delante de la realidad.

No hay una aproximación más cercana al sentimiento de esa España vaciada que el asomarse a la ventana y no percibir la presencia humana en metros a la redonda, escuchar el silencio como banda sonora y observar a diario que el único cambio en el paisaje es el color de las ramas de los árboles en flor. ¿Se imaginan vivir así siete días a la semana sin la obligación de cumplir un decreto? Sé que el ánimo del urbanita no es el mismo que el del residente en el medio rural, porque tiene certeza de que detrás de las fachadas hay decenas de personas en confinamiento y que en caso de necesidad dispone de tiendas, farmacias y atención médica a mano. Pero en estos tiempos en los que empatizar no cuesta nada, que somos capaces de meternos en la piel de enfermos y enfermeros, que nos obligamos unos a otros a no salir de casa, dediquemos unos minutos a pensar lo que es vivir en tierra de nadie, en prestar atención y dar valorar a esas reclamaciones de pueblos que van quedando vacíos, allí donde el futuro quedó aplazado sine die mucho antes de marzo de 2020.