a vejez era un estado inalcanzable para Maradona: los grandes mitos tienen la mala costumbre de morir a edad temprana. Su vida, desde que desembarcó en Nápoles, entró en un círculo vicioso. Y ya no quiso salir de él. O no pudo, por debilidad. Maradona era una leyenda en vida. Una deidad a la que veneraban multitud de fieles en todo el planeta y al que le habían montado una iglesia en la que, como la Santísima Trinidad, él era tres personas (Di Stéfano, Pelé y Cruyff) en una. Antes de fallecer, Maradona ya había sido elevado a los altares fruto de ese fervor popular que genera el fútbol y que necesita de santos milagreros y de héroes indestructibles al mismo tiempo. También de humanos que caen y se levantan. Ese era ya el Maradona del Nápoles: un hombre entregado a la dolce vita y un futbolista capaz de hacer campeón a un modesto equipo italiano. Y además del sur. Diego había sobrevivido en su etapa en el Barcelona a una brutal entrada del defensa bilbaíno Goikoetxea que debió ser juzgada con el Código Penal en la mano y sorteó como pudo el desgaste de mil y una noches de alcohol y sexo. Una vida más próxima a las estrellas despendoladas del rock & roll que a la de un deportista.

Maradona hizo feliz a millones de personas y millonarios a unos pocos. El futbolista fue el primer gran producto de la mercadotecnia del balompié a principio de los ochenta. Las grandes compañías le reclamaban para promocionar sus productos y el dinero le entraba a raudales al chico que había nacido en un barrio pobre de la periferia de Buenos Aires. Pero no fue la plata lo que le cegó ni la fama. Porque nunca renunció a sus orígenes y mantuvo siempre un toque de rebeldía, lo mismo para enfrentarse a los factótum de la FIFA que para alinearse junto a Fidel Castro. El problema es que su mensaje perdía credibilidad por lo atropellado de sus palabras y su mirada vidriosa.

Pese a su temprana y preocupante decadencia física, Maradona aparecía siempre en la memoria corriendo por el campo, con el l0 a la espalda, esquivando los hachazos de los defensas con el balón cosido a su pie izquierdo. Quiso al fútbol más que a sí mismo y el fútbol siempre le esperó como una tabla de salvación para sus problemas: era lo menos que podía hacer por quien tanto le dio. Diego nos legó su obra magna en el Mundial’86, con actuaciones antológicas ante Bélgica e Inglaterra y levantando al cielo de México la Copa del Mundo. Y hasta aquel gol con la mano, el gol ilegal más aclamado en la historia del fútbol porque mostraba que Dios también sucumbía ante las tentaciones terrenales. Y Maradona era humano. ¿O no?

Quiso al fútbol más que a sí mismo y el fútbol siempre le esperó como una tabla de salvación para sus problemas: era lo menos que podía hacer por quien tanto le dio