T engo un amigo que no compra boletos de azar en los que se pueda hacer multimillonario, porque no quiere que el dinero le destroce su vida de trabajo (llevadero), familia, colegas, los Real Madrid de fútbol y baloncesto en la tele (nadie es perfecto) y destrozar canciones míticas con un grupo musical que en este caso está plenamente justificado decir que es una banda.

A ver, entiéndanse, no es que le haga ascos, por poner un ejemplo, a que le toquen 50.000 o 100.000 euretes en la lotería, porque eso te alegra mucho la vida, pero no te la cambia. Lo que le repele es la idea de ganar 500 o 1.000 millones de euros y encontrarse de pronto en una vorágine que no le atrae lo más mínimo.

No conozco a nadie que no haya fantaseado alguna vez con lo que haría si se viera en una situación como ésa, y la gran mayoría se declara encantada con la idea de que le suceda: viajes, palacios, Ferraris, comilonas y vicios inconfesables de todo tipo.

Pero entiendo también a mi amigo (quien, para situar al lector, no saldría en la lista de millonetis de la revista Forbes ni aunque hicieran un número especial solo de su pueblo). Si le llega con lo que tiene y con lo que gana, para qué más.

Cuando surge la discusión, no falta quien le dice: “Pues muy fácil: te quedas con lo que te venga bien y el resto lo donas o lo regalas”. Y así se llega a la peculiaridad del asunto: una cosa es ser desprendido y otra ser Gandhi o Teresa de Calcuta. “Es que si me toca”, replica, “aunque repartiera entre familiares y amigos me seguiría quedando una millonada. Me convencería de que puedo gestionar bien esa fortuna? y ya habría cambiado mi vida”.

Y es que, como decía Coll, “si me hiciera millonario, seguiría queriendo mucho a mis amigos, pero los iba a echar mucho de menos”. Y es que, como dijo el otro, “cuidado con los deseos, que a veces se hacen realidad”.

Yo, claro está, le vacilo periódicamente con el tema, pero sin ensañarme, porque sospecho que hay muchos millonarios por ahí menos felices que él. Y de eso se trata, ¿no?