se percibe una mayor confusión todavía en puertas de las cuartas elecciones generales en cuatro años, con las encuestas operando más de promotoras de según qué siglas -de acuerdo al interés del pagador- que como prospección del voto ya decidido y de una abstención creciente a modo de reflejo del hastío ciudadano. De hecho, el eje de los comicios de abril, situado en la ultraderecha y más en concreto en la dicotomía entre frenarla o pactar con ella, se ha difuminado por completo y ahora todo gira en torno a dilucidar responsabilidades por la nueva llamada a las urnas. Es decir, la carga de la prueba ha oscilado de derecha a izquierda, un espacio progresista donde actualmente se dirimen los costes por la incapacidad negociadora y además con el mismo fraccionamiento en tres que en el frente conservador tras irrumpir Errejón, cuya incidencia puede perjudicar por igual a Sánchez e Iglesias. El drama de la izquierda se agrava porque la crisis catalana una vez conocidas las condenas por el procès va a constituir el otro gran argumento de campaña, junto con el reparto de culpas, y en ese contexto el segmento de progreso sale de nuevo perdiendo por sus divergencias frente a la unánime dureza a la diestra y por las tensiones con el nacionalismo periférico. Superada la jornada electoral y ya en tiempo de alianzas, las izquierdas se toparán con la tragedia añadida de que, mientras las derechas funcionan como bloque a la hora de articular mayorías de gobierno allá donde pueden, se hallan absolutamente dinamitados todos los puentes entre el PSOE y Unidas Podemos, así como entre esta última marca y Errejón, en ambos casos bajo el signo de la traición. Así que en este escenario todo son incertidumbres sobre el devenir de la izquierda en tanto que solo concurre la certeza de que el PP saldrá notoriamente fortalecido el 10 de noviembre apelando al voto útil en detrimento de Ciudadanos y Vox. Salto al vacío de la política española con las izquierdas patas arriba, literal.