al día como ayer de hace diez años deparó el anuncio del cese definitivo de ETA, un momento emocionante por esperado y todavía más ansiado. Mis hijos no iban a tener que masticar el dolor contemplado y sufrido desde niño, deglutido ya como periodista en duros artículos y ásperas tertulias al ardor de cadáveres calientes. No habría más asesinatos ni extorsiones, nadie tendría que mirar debajo del coche por saberse en la diana ni abrir cartas que situaban a familia y bienes literalmente en el disparadero. La ETA antifranquista que sin embargo perpetuó la dictadura del terror clausuraba su larga campaña en democracia de odio al diferente, de purga ideológica de convecinos con una violencia de persecución permanente, ambiental y relacional. Cuántas vidas segadas de cuajo, muchas más aun mutiladas por las ausencias y las secuelas de la amenaza latente. Cuántas familias despedazadas a sangre y fuego, o rotas por el veneno de aquella política del enemigo a exterminar. Y cuántas vidas consumidas en lustros de cárcel para nada, sacrificadas por un ideal pervertido por las pistolas, pues por su abandono ningún Gobierno español aceptaría contrapartidas políticas mientras las bombas dinamitaban las legítimas aspiraciones independentistas. Con la perspectiva de una década y más allá de la presión policial, pueden identificarse como claves esenciales para el fin sin retorno de ETA la persistencia del presidente Zapatero en el diálogo directo e indirecto y con catas en el MNLV también en Navarra -incluso después del atentado de la T-4 que en diciembre de 2006 reventó la negociación formal-, el soporte y el estímulo del PNV con el lehendakari Urkullu a la cabeza, más la terminante decisión de la dirigencia de la izquierda abertzale liderada por Otegi de imponer por el cauce del debate interno la exclusividad de las vías pacíficas contenidas luego en los estatutos de Sortu. Entramos así como colectividad en el tiempo de la convivencia, de las segundas oportunidades para construir un futuro mejor en nuestras calles, empresas e instituciones. Bien entendido que hacer la paz resulta un afán constante desde la memoria activa de las personas masacradas y de los valores y derechos conculcados. A partir de la premisa de que matar estuvo mal, el relato básico que compartir como comunidad al margen de idearios. En el sentido de que supone admitir que el daño se infligió injustamente, que nunca tuvo justificación. Menos si cabe el terrorismo de Estado -también la tortura acreditada-, cuyas víctimas merecen asímismo toda la reparación posible. Se llama humanidad antes que justicia. Sin equidistancias. Ni revanchismos.

Hacer la paz es un afán constante desde la memoria de las personas masacradas y de los derechos conculcados, a partir del relato básico de que matar estuvo mal