n mi casa, como en otras tantas, hay una vieja maleta de madera. Era la de mi padre, que antes fue de mi abuelo. Es una de esas maletas igual a las que tantas veces hemos visto en las fotos en blanco y negro, con las que los refugiados republicanos cruzaban la frontera. No había más vida que llevarse que la propia y lo que cabía en esa pequeña maleta. Ésta no llegó a cruzar, se quedó aquí, al otro lado de los Pirineos, donde se quedó una de las muchas familias rotas por la guerra y el exilio forzado. Pertenezco a una generación a la que nuestros abuelos y nuestros padres nos contaron muy poco de la guerra que habían vivido ellos, sus familias o gente cercana, las atrocidades de esa guerra interminable que tan bien relata Almudena Grandes en su serie de novelas, ahora de nuevo tan necesarias en el actual contexto de guerra en Ucrania y ante el peligroso avance de la ultraderecha en el Estado. En las guerras de antes, tan iguales y tan distintas a las de ahora, había poca información y ninguna llegaba al momento. Si acaso lo que se pillaba en radios clandestinas y en cartas de ida y vuelta que conseguían llegar a su destino gracias a la complicidad de muchas personas a ambos lados de la muga. Ahora los abuelos y abuelas cuentan la guerra a sus nietos al instante, minuto a minuto, por WhatsApp, con vídeos e imágenes más que con palabras. Eso cuando hay conexión a Internet. La guerra en directo contada por tu propia familia tiene que ser doblemente dura, como si el horror estuviera mucho más cerca. Cuando quien te narra el despertar de cada día entre las ruinas, las bombas, el miedo, el sonido de las sirenas y la incertidumbre de cuánto durará todo es alguien cercano, el dolor y la impotencia se acrecienta. Veo ahora de nuevo maletas en una guerra, personas cargando lo que pueden para escapar y llegar a algún lugar seguro, para esperar y volver quien sabe a dónde o reiniciar la vida en ese lugar ajeno. No son maletas de madera, son maletas con ruedas que suenan tristes, que nada tienen que ver con el sonido alegre de los viajes. Las portan casi siempre mujeres y niños, pequeños que aprietan sus peluches en un intento desesperado de aferrarse a una infancia que ya les ha sido robada por la guerra. Hay tristeza e ilusión en sus ojos, que ya han visto demasiado. Una mirada que les marcará el futuro. Son ya niños de la guerra, como lo fueron miles en la Guerra Civil.

Pertenezco a una generación a la que nuestros abuelos y padres nos contaron muy poco de la guerra; ahora los abuelos la cuentan a sus nietos al instante, por WhatsApp