los buenos propósitos, los honorables proyectos para el nuevo tiempo que socialmente se hacen coincidir con el cambio de año, son los otros adornos de la Navidad. Se ponen, se quitan, brillan un rato y al trastero. Algunos quedan intactos en el baúl, otros acaban rotos y se tiran. Qué valor daremos a esta lista de buenas intenciones que lo que provocan son bromas y apuestas acerca de su no cumplimiento más que comentarios aplausos por su logro. A dejar de fumar o hacer deporte, menos cervezas y otras cosas también, le atribuimos un esfuerzo colosal, un trabajo titánico que como no lo toleran nuestros cuerpos, casi ni lo intentamos. Ennegrecidos por dentro y gordezuelos por fuera, abrumados con sólo pensarlo, desechamos rápido estas tareas imposibles.

Mal van las cosas si a los buenos propósitos se les pone fecha y depende su arranque de la hoja que se desprende del calendario. Es cierto que tampoco está mal ponerle algún inicio a estas nuevas acciones con nosotros y el entorno, pero no tiene por qué coincidir con el cambio de año y su monumental fanfarria.

Un propósito a la semana y si se cae durante ella, siempre queda la otra o la otra. No es necesario aguardar al cambio de año entre actos de contrición, dramas y un poco de frustración para ponerse manos a la obra.

Puede haber propósitos semanales y objetivos a corto plazo -diarios si se quiere- perfectamente alcanzables. También hay propósitos morales -en abstracto, ser mejores-, físicos -cuidar el armazón-, quizás psicológicos o mentales -pensamiento y comportamiento más humanos- de relación o sociales -más asombro, más respeto, más exigencia-, que en el fondo están unidos porque no nos partimos y reconstruimos a cada reto.

Los buenos propósitos se resumen en dos. Uno: huye, evita, no toques o pruebes al gilipollas que quizás lleves dentro. Dos: escapa de los gilipollas del exterior. Hay trabajo para este año.