un año más se celebró ayer el Día Internacional de los Derechos de la Infancia, instaurado por la Asamblea General de las Naciones Unidas. No es necesario insistir en la escasa operatividad de esas celebraciones anuales, de mucho más carácter testimonial que efectivo. La relación entre los adultos y los menores debe ser entendida en dos direcciones: la responsabilidad respecto a los propios hijos o a los menores que les son confiados, y la responsabilidad universal de los adultos sobre el bienestar de la infancia y el respeto a sus derechos. Es necesario insistir en aquellos objetivos originarios ante su evidente incumplimiento: decenas de millones de niños y niñas siguen muriendo cada año de hambre o enfermedades curables, son explotados sexualmente o utilizados como carne de cañón en guerras de interés económico o de fanatismo religioso, cuando no masacrados en bombardeos indignos en Afganistán, Siria, Yemen, África, Birmania o Palestina. Y otros cientos de millones de niños viven aún al margen de uno de los derechos básicos: la educación. El integrismo religioso, la explotación machista, la violencia infantil campan en decenas de países donde no hay espacio para los derechos humanos, con la interesada complicidad política y mercantil de los gobiernos y empresas de los llamados países ricos. Pero también la infancia sufre en la compleja sociedad occidental esas mismas carencias y esas agresiones. Sólo en el Estado español, millones de personas viven en chabolas, muchas son niños y niñas excluidos del acceso a los mismos derechos que los niños y niñas de África, Asia o Latinoamérica. Sin olvidar que la vulneración del derecho a ser queridos aparece sin distinción de razas, sexo, cultura, estatus social, cualificación profesional... En cuanto a la relación directa entre adultos y menores, son los padres quienes deberán velar por su educación, alimentación y formación integral. Respecto a la responsabilidad universal de los adultos con los niños, en una implacable globalización económica y ecológica gestionada por los adultos con total insolidaridad, la amenaza a los más débiles, es decir, a los menores, es casi motivo de emergencia global. Es preciso que los adultos asuman su obligación de construir un mundo en el que todos podamos vivir. Y eso comienza por aportar a nuestros hijos e hijas una educación en valores de convivencia, como la paz, la tolerancia, el respeto a la naturaleza y el consumo responsable, la justicia y la solidaridad. Para que no sigan muriendo millones de seres humanos.