El traslado ayer de los nueve políticos soberanistas catalanes presos desde los centros penitenciarios catalanes a los de Soto del Real y Alcalá Meco (Madrid) es el último paso previo al inicio en el Tribunal Supremo de un juicio, el del procés, alojado en los márgenes más extremos de una lectura políticamente condicionada de la ley. Lo está en el pretendido fundamento de las acusaciones y la insostenible imputación del delito de rebelión, blandidos como herramientas de escarmiento y no de impartición de justicia al calor de la exagerada interpretación de lo acaecido en Catalunya que, por interés político, realizaron en su momento el gobierno del Estado y los principales partidos de ámbito estatal. Lo está también en decisiones sobre el procedimiento, desde la negativa a su desarrollo en Catalunya o la ausencia hasta ayer de una fecha concreta para su inicio -será el 12 de febrero- a la advertencia desde el TS de su prolongación durante meses, quizá otoño. Y, desde luego, lo está mientras en su consecuencia más arbitraria, la injustificada prisión preventiva, que ya cumple 15 meses. Baste recordar como flagrante indicio de esa contaminación política el origen de la querella, interpuesta por el entonces fiscal general del Estado, José Manuel Maza, reprobado por el Congreso por “incumplimiento grave y reiterado de sus funciones” en actuaciones tendentes a favorecer y proteger a personas del PP investigadas en causas judiciales. Así como su presentación precisamente ante los jueces Pablo Llarena, cuyo nombramiento para el TS fue recurrido por Jueces para la Democracia, y Carmen Lamela (AN), magistrada encargada del caso Altsasu, con el hecho añadido de que ambos forman ahora parte de la Sala Segunda donde se dirimirá el juicio. También y especialmente la personación como acusación particular de Vox, cuyo afán de exposición mediática y su traducción a interés electoral se trasladan a una exagerada petición de penas que ha condicionado a la Fiscalía en su enroque en el delito de rebelión, que negaron los tribunales de Alemania, Bélgica y Escocia y que la Abogacía del Estado no contempla. Se trata, pues, de un juicio de influencia y condicionamientos políticos que riñen con la objetividad imprescindible en los tribunales y mediatizan su resolución, un juicio que, si acaso, servirá como escenario para denunciarlo y para reivindicar los derechos políticos plenos de los acusados.