cuando la ONU adoptó en 1993 el 22 de marzo como Día Mundial del Agua se supone que pretendía impulsar un proceso de concienciación social lo más amplio posible sobre la necesidad de un uso racional, solidario y sostenible de este recurso natural. Posteriormente, en el año 2000 se definieron los conocidos como Objetivos del Milenio, que incluían el denominado Decenio del Agua, entre 2005 y 2015, para reducir a la mitad el porcentaje de personas que carecen de acceso al agua potable y a los sistemas básicos de saneamiento. Sin embargo, los datos estadísticos siguen siendo escalofriantes y muy alejados de esos objetivos años después: más de 900 millones de personas viven aún sin acceso al agua potable, y otros 2.700 millones de personas carecen de servicios adecuados de saneamiento. De hecho, ambas carencias provocan cada año más víctimas mortales que cualquier tipo de violencia, incluidas las guerras, y cada 15 segundos muere un niño o niña por una enfermedad causada por la falta de acceso a agua segura. El agua es un recurso indispensable para la salud y el bienestar humano. Así, si el agua como elemento de vida es la primera y prioritaria categoría ética en su uso y afecta tanto a derechos humanos como a los demás seres vivos y el agua como elemento de crecimiento económico desde criterios de necesidad, suficiencia y equidad social y territorial sería el tercer nivel de prioridad, el agua en funciones de salud, cohesión social y derechos de ciudadanía es el segundo nivel de prioridad. No es que no haya agua suficiente, simplemente es que el agua necesita de inversiones e infraestructuras que la regulen para posibilitar su aprovechamiento humano, agrícola e industrial. Pese a todo ello, los lobbies de la privatización del agua han ido extendiendo la esperpéntica idea de que el agua no es derecho humano de las personas, sino una simple “necesidad básica”. Y una vez más, los poderes políticos se muestran vergonzosamente sumisos a los intereses económicos que imponen el uso mercantilista de un bien común, el agua, y dejan en manos de las multinacionales la explotación descontrolada de importantes recursos hídricos naturales. En el caso del Estado español, los organismos internacionales llevan años advirtiendo del destino exagerado de agua a atender las exigencias de un modelo agrícola expansivo. La alternativa sigue siendo la apuesta por el consumo solidario individual y colectivo, también de las instituciones, desde la declaración del agua como bien común y derecho humano.