Han pasado 21 años desde la muerte, asistido por Ramona Maneiro, del gallego Ramón Sampedro, tetrapléjico, y, como entonces, el art. 143.4 del Código Penal sigue castigando con penas de prisión la cooperación “con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por petición expresa, seria e inequívoca de este, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar”. Y siendo cierto que la Ley de Autonomía del Paciente (2002) y las normativas de muerte digna, como la aprobada en 2011 por el Parlamento foral, reconocen a los enfermos el derecho a no recibir tratamientos que les mantengan con vida, no llegan a regular las condiciones en que las personas con enfermedades irreversibles y/o con padecimientos graves que solicitan poner fin a su vida puedan recibir ayuda para morir. En ese contexto, el fallecimiento el jueves, asistida por su marido, de María José Carrasco, aquejada desde hace 30 años de esclerosis múltiple y quien reiteradamente había expresado sus deseos de poner fin a sus sufrimientos, ha recuperado el debate sobre la eutanasia -del griego efthanasía, buena muerte- avivado por la cercanía electoral y la paralización previa en las Cortes de la Proposición de Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia, presentada por el PSOE en mayo de 2018 y bloqueada en la Mesa del Congreso por PP y Ciudadanos. Quizá porque el debate, sin embargo, no responde a la realidad social -según el CIS, el 70% de la ciudadanía estaría de acuerdo en una regulación- ni a los esgrimidos principios éticos, sino más bien a fundamentos doctrinales o confesionales, si se prefiere ideológicos, que se repiten en buena parte del mundo (solo el Benelux, Canadá, Colombia, Alemania y estados de EEUU admiten la eutanasia) pero que en un Estado aconfesional no deberían condicionar la aprobación de una ley cuando su demanda alcanza esa magnitud en la sociedad. Lo que, en todo caso, no debe estar reñido con la indispensable exigencia de que dicha regulación sea exquisita en el respeto de los principios inalienables de la integridad moral y la dignidad humana y al estipular estrictamente los supuestos de incapacidad crónica y de enfermedad incurable cuyos sufrimientos constantes e intolerables no permitan posibilidad de alivio.