El tercer aniversario de la celebración del referéndum en Reino Unido sobre la salida de la Unión Europea presenta un país sumido en un profundo desconcierto, tanto en lo relativo a su política exterior, como en lo que atañe a la política doméstica. La incertidumbre reina en Londres. El muy ajustado sí que los ciudadanos británicos dieron el 23 de junio de 2016 a la pregunta de si querían salir de la Unión Europea se ha convertido a día de hoy en una condena que dura, de momento, tres años y un día, pero que nadie se atreve a vaticinar si no acabará siendo una cadena perpetua. Seguramente, los líderes que impulsaron la opción de la salida (en muchos casos recurriendo a mentiras y a malas artes políticas) no contaban con la firmeza y la unidad de las instituciones europeas en las negociaciones. El divorcio se ha ido retrasando sucesivamente en un ambiente de sainete con la clase política británica como protagonista. La fecha para la salida está fijada para el 31 de octubre próximo. Si no hubiera acuerdo para entonces, se produciría un brexit por las bravas, lo que no beneficiaría a ninguna de las partes, pero que sería especialmente traumático para los británicos. Que haya acuerdo o que se produzca un nuevo aplazamiento depende de que el nuevo inquilino del 10 de Downing Street convenza a su partido y al Parlamento de que es necesario un giro en las negociaciones con la Comisión Europea. Boris Johnson y Jeremy Hunt se disputan el liderazgo del Partido Conservador. Las quinielas apuntan al primero como el candidato con más posibilidades. Y es precisamente esto lo que dibuja un panorama más sombrío entre quienes buscan evitar, al menos, un choque de trenes a gran velocidad. La personalidad de Johnson y su apuesta radical por el brexit hacen temer un escenario de portazo matrimonial y divorcio en términos subidos de tono. Algunos analistas consideran que el exalcalde de Londres y exministro de Asuntos Exteriores no cree tan perjudicial esa ruptura sin acuerdo y que, en todo caso, intentaría asustar a los negociadores de la UE con esa pose dura. Sin embargo, el pasado viernes los Veintisiete reiteraron su negativa a reabrir las negociaciones para cambiar los términos del pacto con el nuevo primer ministro. Si tres años y un día de condena preventiva no han servido para que los euroescépticos varíen sus propósitos, tal vez la condena firme hacia la que han elegido dirigirse sea la más justa.