Un 20 de noviembre de 1975 se anunció la muerte del dictador Francisco Franco, un anacronismo que había perdurado en el Estado español tres décadas después de que fueran derrocadas las otras dictaduras fascistas –en Italia y Alemania– coetáneas de su acceso al poder por las armas y un año y medio después de que la otra autocracia de la Europa occidental vigente –en Portugal– fuera descabalgada por la reacción social. El franquismo no experimentó ese desalojo del poder, sino que fue parte activa de la transición hacia la democracia que propició que sus intereses económicos, políticos y judiciales disfrutaran de un aterrizaje suave hacia el nuevo status quo.
No sería justo sostener que no hubo un deseo de resarcimiento por las libertades sesgadas durante décadas, por la persecución de las minorías opositoras que fueron acosadas tras la victoria militar de 1939 y por la laminación cultural e imposición del modelo nacional español de pensamiento único que la siguió. Pero igualmente erróneo es pretender que no hubo una prioridad por la sucesión ordenada y que en el camino quedaron entonces renuncias éticas en aras de evitar un conflicto de consecuencias imaginables en virtud de los intentos golpistas vividos. Pese a la tibieza del procedimiento, que en ese momento blindó propiedades, patrimonios y hasta relatos ideológicos nacidos de la dictadura. Sin el oportunismo de juzgar aquellas renuncias a la luz de la realidad actual, sí es lícito cuestionarse hasta qué punto el resurgimiento de una nostalgia alimentada por la ficción de lo que el régimen no era realmente, edulcorando su realidad y ocultando su injusticia, no arrastra el germen de aquel relato no purgado.
El reforzamiento de una ideología que concibe la convivencia como homogeneización social, cultural, política y religiosa, salpica a otra generación. El revisionismo interesado ha calado y sabe alimentar la intransigencia que lamina el sistema de derechos y libertades. En tanto corregimos ese error, no lo repitamos en otros aspectos de la memoria. La de los asesinatos de Ernest Lluch, Santi Brouard y Josu Muguruza también demanda su espacio en estos días; y la del resto de los asesinados en democracia por violencia política, nos reclama igualmente el blindaje ético que nos evite encarar más relatos manipulados en el futuro.