Para un país donde los hombres de ciencia han venido siendo considerados gente tirando a rara, su aparición en primera línea, con el fin de explicar todo eso tan inexplicable que nos viene pasando, es un acontecimiento digno de resaltar. Aunque no están hechos a moverse en público, no han dudado en tomar el relevo a unos desconcertados políticos, incapaces de valorar el alcance real del problema. Y así, hemos ido viendo cómo, a base de paciencia infinita, enseñaban a una audiencia asustada a distinguir entre las verdaderas y las falsas amenazas, a tomar precauciones frente a lo que se nos venía encima y, por último, a interpretar la maraña de cifras que poco a poco los hospitales iban arrojando. Gracias a ellos hemos sido, pues, un poco más conocedores de lo que nos sucedía.

Ahora sabemos, por ejemplo, un poco de las diferencias que existen entre el virus de la gripe ordinaria, de la aviar y del COVID-19. Hay incluso algunos que se han puesto al día sobre los mecanismos enzimíticos que favorecen la intrusión del coronavirus. Algo hemos aprendido también casi todos sobre el modo en que este se difunde y sobre cómo podemos protegernos. Conceptos como letalidad, morbilidad y contagiosidad están ahora, con desigual acierto, en boca de los periodistas. Las gráficas ya no nos sorprenden, ni siquiera nos repugnan. ¿Quién nos iba a decir hace un mes que íbamos a distinguir entre las lineales y las logarítmicas? Hemos sabido que las diferencias en valores acumulados no pueden ser lo mismo que los porcentajes y que los contagiados y los hospitalizados exigen cada uno su propio conteo. Y quienes todo esto presentan va y se reconocen matemáticos, con absoluto descaro y orgullo. Hasta se reconoce su función como imprescindible. Con más razón aún lo son quienes desde el laboratorio se afanan en paliar los efectos de la enfermedad buscando retrovirales, analizando posibilidades en los anticuerpos liberados por los sanos y apuntando en un horizonte cercano a la consecución de una vacuna. A ninguno de los epidemiólogos o matemáticos los verás henchidos por esa momentánea gloria que supone ocupar pantalla, los verás más bien abrumados por el peso de la responsabilidad que la población, tantas veces ingrata e incomprensiva con ellos, les demanda ahora con urgencia.

Decíamos al principio qué inexplicable resulta esta situación en que nos encontramos. Evidentemente eso ha generado una incómoda sensación de perplejidad. La gente quería saber qué pasaba, buscaba la clave en los dirigentes, pero esta vez ellos, tantas veces locuaces, parecían mudos. No por casualidad se ha buscado dar voz a los cientÌficos. No quisiera centrarme en las limitaciones de aquellos, gente de leyes mayormente, sino en el ejercicio profesional de estos. Al final, cualquier cientÌfico se sabe por oficio destinado a desentrañar alguno de los infinitos enredos que la naturaleza ofrece. Para él son como nudos que hay que desatar. Dar luego una explicación adecuada es parte de la tarea. En este caso, sin embargo, se han visto además obligados a lidiar con una tarea más complicada, una tarea que los ha llevado a esa ingrata primera línea. Debían de divulgar el alcance y consecuencias de una epidemia que todavía sigue viva y circulando con efectos devastadores. Sus esfuerzos han sido meritorios, pero lo cierto es que un sector sigue encontrando inexplicable que esa ola invisible haya hecho cundir el pánico y anuncie una tremenda ruina. Si no estuviéramos viendo cómo los hechos, que se contabilizan en muertos, confirman tercamente lo que los científicos nos dicen, seguirÌan en las mismas, esto es, tachándolos de sabiondos aburridos, de aguafiestas. No debe haber ayudado que hayan sido ellos los encargados de dar las malas noticias e informar sobre la gravedad de la situación. Probablemente ha hecho que las reacciones hacia ellos no siempre hayan sido positivas.

Al cabo de un par de semanas, la polÌtica ha decidido coger las riendas y relegarlos a un segundo plano, que sin duda es más acorde con su función genuina. No lo hubiera sido intentar hacer entender al público que estamos ante cambios de costumbres, de prioridades y de formas de organizarse, ni avisar de que sus efectos llegan a todas las actividades sociales y repercuten directamente en los planes que tenÌamos. Todo esto no se va a asumir de la noche a la mañana, por mucho que lo dijera la ciencia. De entre las reacciones me conformo con examinar dos que me han llamado la atención. Pienso que convendrá seguirlas en lo sucesivo porque pueden marcar el futuro.

La primera ha sido constatar que existe siempre entre nosotros un germen de escepticismo, que permanece vivo como si fuera un rescoldo y que alimenta en este caso una suerte de resentimiento hacia la ciencia. Con el paso a primera lÌnea de los cientÌficos, algunos han preferido verlos más como instigadores que como mensajeros y estudiosos de la situación. No tiene uno más que ver el trato recibido por el coordinador de emergencias sanitarias, Fernando Simón, en las redes sociales para percibir con claridad esa animadversión. La segunda va justo en la dirección contraria. De algún modo la epidemia nos ha empujado hacia los benéficos brazos de nuestro sistema sanitario. Su carácter protector lo tenemos convenido con el Estado. Pero, viendo algunas iniciativas en Oriente, podemos temer que a la larga este intente ejercer una tutela mayor de nuestra actividad personal. Estamos lejos aún de un uso extendido de nuestro historial médico o de un control remoto de nuestras constantes vitales, pero si se impone un desmedido afán preventivo podemos llegar a ser vistos y monitorizados como riesgos potenciales para la estabilidad sanitaria del cuerpo social.

Comoquiera que la ciencia está obligada a actuar en todo esto como asistente, confiemos que ni se acobarde ante los insultos de los escépticos ni se preste en un futuro a los abusos del Estado.