Según las estadísticas oficiales casi 1.400.000 de personas han sido diagnosticadas en el mundo de coronavirus y se han registrado 82.279 fallecimientos por esta causa. Una situación que en mayor o menor medida nos está afectando a todas y todos, pues ya nos resulta casi imposible no conocer alguna persona que haya dado positivo o alguna familia que haya perdido un ser querido. Personas que en sus últimos alientos han estado rodeados por personal sanitario pero sin poder despedirse o mirar a su familiares y amigos más cercanos. Entierros con la sola presencia de tres personas en el mejor de los casos y féretros apilados en centros recreativos y que por las imágenes que han sido publicadas en los medios de comunicación , nos retrotraen a hechos pasados o que han ocurrido y ocurren fuera de nuestro entorno geográfico y social. Parece que aquello que pensábamos que no íbamos a ver como sociedad y en especial en nuestra generación, surgiese en su cruda realidad como un aldabonazo a nuestra sensación de bienestar y control, sacándonos de nuestra zona de confort donde con altibajos hemos aprendido a vivir.

Al miedo o preocupación por las consecuencias sanitarias se va añadiendo, en nuestras sociedades occidentales, el temor a una recesión económica que suponga poner en jaque muchos proyectos de vida presentes y futuros, máxime después de ver las consecuencias y decisiones tomadas durante la última crisis financiera. Por cualquiera de las causas expuestas anteriormente o por otras que se han analizado en diversos artículos de opinión, se extiende la idea de que las cosas después que se supere el COVID-19 no podrán volver a ser iguales. Seguramente sea cierto que determinadas perspectivas cambien, como la necesidad de poner en valor lo público frente a lo privado. Se discutirá sobre la mitificación de determinados roles sociales que habían adquirido una importancia desmesurada en la sociedad. Ahondaremos en la percepción de la fragilidad del entorno natural derivado de nuestro modo de vida consumista y la necesidad de la digitalización de una sociedad cada vez más interrelacionada.

Nos asaltarán las dudas sobre las limitaciones de los derechos individuales en estas situaciones y la sobreexposición que estamos haciendo de nuestro entorno más íntimo al factible control por parte de los gobiernos, servicios de inteligencia y corporaciones que analizan y comercializan con datos tan sensibles.

También podemos tener la intuición de que si bien determinadas cuestiones o actitudes cambiarán, al final y en el fondo las cosas seguirán siendo lo mismo. Porque durante muchos años hemos vivido con otros Covid y apenas nos hemos sentido removidos en nuestros sentimientos. Según datos del Acnur- Agencia de la Onu para los refugiados- 8.500 niños mueren cada día de desnutrición y 6,5 millones menores de 15 años mueren al año por causas previsibles. En el año 2018 16 millones de personas murieron por enfermedades transmisibles, maternas y perinatales, muchas de ellas evitables. 70 millones de personas, no es que estuvieran confinadas en sus casas, sino que tuvieron que abandonar sus hogares de manera obligada por guerras y conflictos armados y de esos 70 millones el 67 % estaban en Siria, Afganistán, Sudan del Sur, Myanmar y Somalia. Y si pensamos que nuestro sistema sanitario ha sido forzado al máximo, qué podemos pensar cuando la OMS en su informe de 2006 relata que en el África Subsahariana con un 11% de la población mundial y un 24 % de la morbilidad total sólo tiene el 3% del personal sanitario del mundo. Estadísticas y datos que estaban están ahí, pero que apenas han ocupado y ocupan un pequeño espacio en los medios de comunicación y lo más triste, en nuestra conciencia colectiva e individual.

La duda es si seremos capaces de ver esos otros Covid o una vez que pase el que ahora tanto nos aflige, volvamos a mirar sólo nuestro entorno cercano para cerciorarnos de que todo ha vuelto a la normalidad.

Estos días utilizo constantemente el teléfono móvil. Obvio que el mayor productor del mundo de coltan es la República Democrática del Congo que concentra cerca del 80% de las reservas. Material necesario para la fabricación de dispositivos móviles y que es extraído en minas de las cuales sólo un 3% son oficiales y con cuyas ganancias se financió una guerra que entre los años 1994 y 2004 originó que casi 5,5 millones de personas hubiesen perdido la vida.