El actual gobierno ha mostrado desde el inicio de su legislatura una preocupante querencia por el control de precios estableciendo al inicio de la misma precios mínimos para algunos productos agrícolas y estableciendo ahora precios máximos para la venta de materiales sanitarios de protección individual como las mascarillas quirúrgicas. Y remarco lo de preocupante porque lo que nos indica el estudio de toda experiencia pasada es que este tipo de prácticas han sido siempre totalmente contraproducentes y han acabado provocando resultados contrarios a los esperados.

No entender que los precios expresan la relación existente entre la oferta y la demanda y que no puede modificarse ninguno de estos factores sin que los otros miembros de la función se vean también alterados ha llevado en el pasado a algunas muy malas decisiones con consecuencias económicas y sociales gravísimas.

Desde hace no poco tiempo atrás.

Aunque se sabe que el control de precios ya se practicó hace 4.000 años en Mesopotamia, el caso mejor registrado y estudiado de toda la Antigüedad es Roma, de donde sabemos que hacia el año 132 a.C. Cayo Graco estableció la venta del grano a precio reducido para paliar las subidas del coste de la vida en la ciudad. La medida, ocasional en su origen, acabó convirtiéndose en una costumbre permanente en forma de reparto de pan gratuito para todos los ciudadanos de Roma conocida como «Annona». Una suerte de renta mínima garantizada de la época. La annona implicaba la incesante demanda de ingentes cantidades de grano por parte de los administradores lo que obligaba a las autoridades a garantizar el suministro de grano del exterior, fundamentalmente de Sicilia, Cerdeña y Egipto, mediante el refuerzo de las legiones a base de reclutamiento forzoso de parte de la población agrícola activa. El reclutamiento vaciaba los campos de sus trabajadores más productivos, lo que afectaba negativamente a la oferta de grano obligando a las legiones a suministrar mayores cantidades incautadas que a su vez hundían los precios locales y provocaban llegadas masivas a Roma de campesinos empobrecidos y libertos atraídos por la manutención gratuita, cuya necesaria atención reiniciaba el proceso de nuevo. Este círculo vicioso, acentuado especialmente en años de malas cosechas, fue un verdadero quebradero de cabeza para los gobernantes romanos que trataban de combatir la escasez de grano, la hambruna y las revueltas ocasionadas con controles de precios de todo tipo que aumentaban la escasez a la vez que fomentaban el acopio, los mercados negros y el alza de precios.

Garantizar los suministros básicos proyectaba las carreras políticas de numerosos tribunos, como fue el caso del propio Cayo Graco, lo que añadía a este servicio fuertes incentivos para quienes se dedicaban a la cosa pública. Pero también podía fulminar dichas carreras. Séneca cuenta cómo al ser asesinado Calígula (41 d.C.) en Roma apenas quedaban reservas de trigo para una semana.

Las necesidades de abastecimiento de la ciudad de Roma llegaron a alcanzar cifras astronómicas. La ciudad —convertida en una megaurbe de un millón de habitantes— en época de Augusto llegó a alimentar a 600.000 personas lo que suponía un consumo de unas 80.000 toneladas de grano al año proporcionadas por el Estado para una población que demandaba 200.000 toneladas. La incapacidad de las instituciones para atender las necesidades básicas de alimentación dio pie al surgimiento de iniciativas de índole caritativo dedicadas al reparto gratuito de pan, destacando entre ellas las primeras comunidades cristianas con el rito de la eucaristía luego instituido como sacramento.

En las postrimerías del Imperio Romano —casi quinientos años después de los primeros controles de precios de Graco— Diocleciano estatalizó toda la producción de grano y decretó un edicto (301-305 d.C.) con controles de salarios y de precios para más de 1.000 productos que apenas llegó a estar vigente cuatro años debido a los numerosos problemas que ocasionó. Como quedó recogió: «la ley, luego de demostrar ser destructiva para mucha gente, fue abolida por necesidad», Lactantius (245 d.C.-325 d.C.).

Y aún llegaremos a encontrar dos siglos después leyes de precios máximos en el Corpus Iuris Civilis de Justiniano (529 d.C.) a modo de muestra de cómo estas fatalidades se extendieron hasta la propia extinción del Imperio Romano de Occidente, siendo incluso una de sus causas.

Los mismos problemas, decisiones y consecuencias se pueden observar una y otra vez a lo largo de la Historia tanto si estudiamos las hambrunas inglesas del s.XIV; el trasfondo motín de Esquilache en el Madrid de 1766; los orígenes de la Revolución Francesa en 1789; el desabastecimiento ruso en el periodo del comunismo de guerra (1918-1921); las políticas económicas planificadas y dirigidas tanto de un índole como de otro acontecidas a lo largo del s.XX; o incluso las políticas de vivienda de las democracias modernas en las décadas más recientes.

Siempre han provocado escasez, alza de precios y prácticas estraperlistas. Han gozado de gran popularidad en sus inicios y de gran rechazo no mucho tiempo después. Han otorgado poder e influencia y han hecho rodar las cabezas de insignes figuras. En el pasado no se sabía el porqué del fracaso de este tipo de medidas. En el presente, cualquier estudiante de primero de económicas es capaz de explicarlo al instante. Sin necesidad de doctorados; sin necesidad de matrículas de honor.

Dejemos de tropezarnos con la misma piedra.