Aprovechando la reaparición estelar de Aznar en el Congreso -que completó al día siguiente con una comparecencia a dos con Felipe González en una defensa con olor a naftalina del régimen bipartidista del 78 que tan bien representan ambos-, he releído estos días algunos pasajes del texto político que nos dejó como herencia Manuel Vázquez Montalbán, La aznaridad. Un irónico repaso a la etapa de gobierno del expresidente del PP entre 1997 y 2004. Aznar sigue ahí, con su discurso más casposo y su permanente devaluación de los valores democráticos. Cada una de sus intervenciones de los últimos días reflejan casi de forma literal los mismos vicios fanfarrones que describe la pluma de Vázquez Montalbán sobre aquellos años. El miedo, el ocultamiento, la manipulación, el señalamiento, la mentira, la persecución o el revisionismo blanqueador del franquismo y de los desmanes éticos y económicos del régimen del 78. Aznar ha protagonizado estos días una burda representación de sí mismo, como si su propio guiñol fuera en realidad la persona Aznar real. Un patético intento de echar cortinas de humo sobre los escándalos de corrupción que se fraguaron y se sucedieron durante sus años al frente del PP. Aquella aznaridad que describía Vázquez Montalbán como un régimen reaccionario, autoritario y corrupto degeneró posteriormente en el nacimiento del aznarismo, un intento de ideología que recogía en su esencia todo aquel inmenso proyecto involucionista y con graves déficits democráticos de Aznar que se encargaría de culminar Rajoy en los últimos seis años con el PP de nuevo en el poder. Un neofalangismo de nuevo cuño, pero tan peligroso y destructivo como el viejo falangismo del siglo XX que ahora se disputan sin rubor Casado y Rivera desde el PP y desde Ciudadanos. En realidad, Aznar nunca se ha ido. La aznaridad que describiera Vázquez Montalbán -el mismo Aznar ya ha dejado escritas sus convicciones neofalangistas y tardofranquistas- anida en el ideario del aznarismo, la versión actual más esencialista de la derecha española y, sobre todo, forma parte del imaginario colectivo de una parte de la sociedad española empeñada en el regreso al viejo centralismo caciquil, sin división de poderes -no hay más que ver en qué estado han dejado los últimos seis años del PP la justicia o la libertad de información, de opinión y de expresión- y no democrático. De ordeno y mando. Todo aquello que otro grande, Labordeta, ahora que se han cumplido ocho años de su muerte, mandara con la máxima dignidad ¡a la mierda!. Lo que penosamente está ahí.