no caigamos en el absurdo de negar que las redes sociales han supuesto una democratización de la política, en el sentido de constituir un canal de debate abierto y sin jerarquías. Pero tampoco compremos acríticamente la mercancía averiada que circula en el espacio digital, donde se vierten por doquier juicios sustentados en fobias y no en razones, pura basura, y además con una virulencia dialéctica que ha convertido por ejemplo a Twitter en una ciénaga donde chapotea demasiado necio. Un vomitorio al que contribuyen con gran deleite pretendidos periodistas -mayormente tertulianos televisivos- que han perpetrado la perversión máxima del oficio al renunciar a operar como intermediarios de la ciudadanía, al objeto de forjar una opinión pública fundamentada, para ejercer de propagandistas de intereses políticos y económicos determinados. Erigiéndose además, a base de una notoriedad grotesca, en caricaturescos protagonistas de la realidad que deberían diseccionar con criterio profesional en aras al interés general. Así que desconfíen de las opiniones que recetan soluciones simplistas para problemas complejos y todavía más de las noticias que carezcan siquiera de una apariencia de veracidad, con datos rectamente obtenidos y difundidos. Que no les cuelen gato por información, háganse ese favor.