Mientras se suceden las denuncias contra sacerdotes, religiosos y monjas en el Estado español -también comienzan a surgir casos en Navarra- y en conjunto del mundo por abusos sexuales a menores, la cumbre convocada por el papa Francisco en el Vaticano concluyó sin compromisos reales y claros. Lo que debía de haber sido un punto de inflexión ante la aterradora realidad de decenas de miles de casos de pederastia religiosa, acabó con unas conclusiones de perogrullo. Básicamente, que se cumplan las normas propias de la iglesia con el máximo rigor. Y como resumen, el pecado es humano y la culpa, en todo caso, del Diablo. Balones fuera y grotescas excusas ante la realidad de graves delitos encubiertos durante décadas. Un final muy alejado de las expectativas de concreción y dureza que había exigido en su comienzo el propio papa y que únicamente ha acrecentado las críticas de unas víctimas decepcionadas y hartas de los alardes de impostura e indulgencia con los abusadores que airean sin tapujos los sectores más conservadores de las jerarquías católica, entre ellos, cómo no, la de la Iglesia española. Lo que han revelado las diferentes investigaciones es que este execrable delito sobre la parte más débil de la sociedad se ha producido de manera sistemática y ante el silencio, cuando no encubrimiento, de la Iglesia, una actitud rayana en la complicidad, sin duda, favorecedora de la impunidad de los culpables. Y nada de eso ha cambiado en esta cumbre vaticana. Pese a que a estas alturas a nadie sorprende la capacidad de marketing de la Iglesia católica -lleva más de 2.000 años vendiendo el mismo producto-, el daño a la credibilidad y veracidad de la Iglesia católica es ya irreparable y quizá sólo una profunda reforma de todas sus estructuras, algo que hoy parece un imposible, podría abrir de nuevo una puerta de luz para recuperar el mensaje originario del Jesús evangélico.