Juro, imagino que como ustedes, que el día 6 he visto primero y tratado acto seguido a gente que daba por fallecida de tanto tiempo sin noticias suyas. Igual pero al revés les habrá sucedido a otros conmigo. También los días 6 disfrutados como procede he creído morir, rendido en cuerpo y alma, con un clavo nivel fragua de Vulcano a prueba de ibuprofeno, cara de cartón y áspera lengua vacuna incluidas. Pero, como ocurre con los fantasmas aparecidos en esas horas indeterminadas posteriores al Chupinazo entre los efluvios alcohólicos y un resol asimismo reconfortante, en el arranque sanferminero a fe que me he sentido resucitar por dentro, una revitalización mental a base de besos y abrazos, cánticos y bailables, manduca compartida y tintineo de copazos. Ese resurgimiento interior y el reencuentro con personal postergado explican la grandeza de los Sanfermines, que constituyen todo un álbum sentimental por los instantes vividos con los nuestros estén o no aquí. Ahí radican las razones de que el exploto de los 25 gramos de pólvora del Chupinazo con sus 120 decibelios nos pongan los pelos de punta, como afloran las lágrimas con los primeros acordes de las gaitas. Y por eso los espíritus sanfermineros sollozamos ayer con Jesús Garísoain, intuyendo perfectamente cómo las emociones le brotaban a borbotones.