en este tiempo de encuentros y añoranzas, cobra mayor relevancia la tesis de que crecer consiste antes que nada en aprender a asumir las pérdidas. Primero las ausencias físicas, aunque quienes se van de este mundo vayan a perdurar en nuestros adentros con una huella que aflora con frecuencia, durante la Navidad en particular. A las despedidas de los seres queridos que forjan nuestra identidad se suma la inevitable mutabilidad de las propias circunstancias individuales, cuyas modificaciones también se han de interiorizar sin dramas parar tirar hacia adelante, a poder ser concibiendo las variaciones como oportunidades para disfrutar de otras personas y cosas. Se trate de rupturas sentimentales, de cambios de trabajo y de residencia o sencillamente de la merma de las facultades inherente al implacable paso del tiempo, ante el que solo cabe acomodarse de la mejor manera. Luego está la necesidad de admitir que debemos despojarnos de ideas y actitudes que nos hacen peores, pues de imbéciles es persistir en el error y de arrogantes no disculparse con el debido propósito de la enmienda. Perfeccionar la capacidad de digerir los extravíos de toda índole constituye el gran reto para la siguiente década. Somos lo que dejamos atrás, conviene no olvidarlo ante las exigencias del presente y el vértigo del futuro.