o tengo muchas dudas de que los incidentes y disturbios callejeros que han vivido este pasado fin de semana varias ciudades del Estado tienen poco o nada que ver con el estado de ánimo general de la sociedad ante la persistencia del coronavirus. Es, en todo caso, la zanahoria que agitar como banderín de enganche social y argumento de justificación mediática y política. El objetivo real es otro. Y la causa, también. Basta ver las consignas coreadas, los protagonistas de los incidentes -carne de cañón formada por jóvenes ultras y más o menos jóvenes con antecedentes penales por delincuencia-, la simbología exhibida y el modo de actuación común para saber que no hay nada, o muy poco, de espontáneo. Obedecen a consignas previas, a una estrategia diseñada y a unos objetivos ya perfilados. Extender la ideas de caos e inseguridad como paso previo a incentivar aún más la agenda de ley y orden por encima de los derechos, deberes y libertades democráticas. Es muy vieja la táctica de alimentar el desorden en las calles para dinamitar las bases constitucionales de la democracia. Ni siquiera los nazis fueron los primeros. Más bien creo que esas algaradas forman parte de una estrategia política que lleva meses en marcha en el Estado español y que comienza con el discurso político y parlamentario que expande la idea de que el actual Gobierno de Sánchez e Iglesias y sus apoyos, elegido libre y democráticamente, es ilegítimo, primero, y totalitario, después. Esa lluvia fina es la puerta abierta a la justificación posterior de un supuesto malestar social que se manifiesta de forma violenta precisamente para defender la libertad. La perversión ultra del lenguaje para intentar una manipulación masiva de la opinión pública. Todo empezó con aquel triste ¡A por ellos! contra Catalunya y desde entonces todo está intoxicado por un auge de los discursos antidemocráticos y una condescendencia con sus más lerdos protagonistas. En realidad, un totum revolutum de tipos engreídos, supremacistas e indocumentados intelectuales que conforman la política de confrontación territorial, xenofobia, acoso a las mujeres y manipulación informativa, donde lo simbólico se impone a los valores, la toxicidad a la verdad y lo individual al bien común. Todo lo contrario a lo que representan las sociedades democráticas libres. Es cierto que forman parte de una parte aún pequeña frente a la inmensa mayoría de la sociedad. Pero no vale dejarse llevar a engaño. Blanquear y enmascarar las consignas fanáticas y violentas y asumir un discurso que arremete sin ambages contra los principios democráticos, los derechos humanos y la legitimidad de los gobiernos es realmente el peligro. En este país lo sabemos bien. Es el primer paso para el objetivo final -las excusas, sea el coronavirus u otras, son lo de menos-, de desmontar el modelo democrático de convivencia. Un imposible si no fuera por la legitimación del discurso extremista, la valoración social del todo vale, la complicidad mediática con todo ello y el intento constante de vulnerar desde los tribunales, la manipulación informativa, la presión de los poderes empresariales y financieros y la agitación social el resultado de las urnas. Esa idea suya de España es también en esto una excepción en la Europa democrática.