uería un funeral alegre. Así lo expresó Rafaella Carrà en sus últimas voluntades. Lágrimas, las justas. Una artista que hizo y todavía hace bailar y cantar a tantos millones de personas no puede despedirse a los acordes, pongamos por caso, de La muerte no es el final, composición sacra -de la que se aprovechó la Legión y otros cuerpos militares- y que al menos hace unos años ponía el broche por estas tierras a la ceremonia religiosa por el difunto. A mí me acabó por resultar insoportable. Si tengo que elegir, prefiero ser despedido al ritmo de para hacer bien el amor hay que venir al sur o porque tenía una mujer, dentro del armario... No hay color. Contaba Paz Padilla que había velatorios en Cádiz en los que alguno de los presentes se arrancaba con un chiste y el duelo terminaba como un festival del humor. Y de mi niñez recuerdo aquellos banquetes tras el funeral y entierro, con curas y allegados compartiendo mesa, y en los que en alguna ocasión el alcohol hizo estragos emocionales. Estas actitudes, por supuesto, tienen que ver con las circunstancias que envuelven la muerte y que condicionan el ánimo en el momento final de adiós. Con música o sin ella, lo que importa es dejar un buen recuerdo.