l proceso de vacunación vuelve a acaparar buena parte del debate social y político sobre el estado actual de la pandemia del coronavirus. Desde mucho ángulos y con muchas puertas abiertas. Lo que debiera ser una cuestión positiva y normal deambula en la refriega constantemente. Absurdo, creo. No son cuestiones menores. La vacunación ha sido la clave en la detención y control de la covid. Y pese a ello, el modelo y alcance sigue en cuestión. En primer lugar, la necesidad o no de acordar la obligatoriedad de las vacunas para el personal sociosanitario y sanitario. Es un mínima parte quienes aún no se han vacunado, pero parece una medida imprescindible. La obligatoriedad, como las prohibiciones, siempre suscitan recelos básicos, pero en realidad forman parte de los mínimos básicos de nuestro sistema de convivencia cívica en multitud de facetas y ámbitos que ya hemos asumido con lógica y normalidad. Parece evidente que en una situación de excepcionalidad como la pandemia del coronavirus que afecta al derecho a la salud colectivo de grupos de riesgo afectados, como por ejemplo el de los residentes en las residencias de personas mayores, el certificado de vacunación deba ser una condición laboral necesaria. Ocurre en otros muchos trabajos con otros certificados de vacunación o médicos, en accesos incluso a estudios universitarios o en un sinfín de actividades cotidianas con todo tipo de acreditaciones profesionales, laborales, penales, académicas, etcétera imprescindibles. No acabo de entender las reticencias de quienes rechazan las vacunas alegando a un supuesto derecho individual -que ni se les ocurre reivindicar en otros aspectos seguramente más cuestionables de su vida diaria-, sin importarles las consecuencias que esa actitud individualista pueda tener en la salud de otras personas con las que conviven en su trabajo, familia o barrio. Pero quizá esté equivocado. También se debate en las altas esferas de la política y el negocio la necesidad de inocular una tercera dosis a quienes ya están vacunados con las dos primeras. No tengo capacidad de valorarlo. Pero sí esa extraña coincidencia -que en estos grandes temas nunca son casuales-, de la ofensiva de información y comunicación en favor de esta nueva tercera dosis con el anuncio de las principales farmacéuticas que suministran millones de vacunas de un incremente de sus precios de venta. Han ganado ya miles de millones de euros por la negativa política a liberalizar las patentes -otra muestra de debilidad de las democracia en defensa de sus valores-, y sin duda están dispuestas a aumentar esa inmensa montaña de dinero con otros miles de millones de euros más. Y, por último, la Organización Mundial de la Salud ha hecho un llamamiento desesperado a lo que se llama países ricos para que faciliten la vacunación de los países pobres con cifras mínimas de inmunización en sus poblaciones. Nadie parece haber hecho el más mínimo caso a la OMS. Pese a que su argumento tiene lógica: el coronavirus es global y se extiende y muta más fácilmente allí donde la inmunidad por vacunación es mínima y de ahí puede igualmente seguir viajando en sus nuevas fórmulas por todo el planeta. Al negocio, claro, le da igual eso. Y en medio de todo ello, el coronavirus y sus consecuencias humanas siguen entre nosotros. Los seres humanos, las personas, deberían ser lo primero. La verdad es que no lo son.