ue el Estado español mantenga vigente una Ley de Secretos Oficiales aprobada y vigente desde la dictadura franquista debiera ser motivo de sonrojo democrático y escándalo político. Pero nada. Los tímidos pasos que parece estar dispuesto a dar el Gobierno de Sánchez para derogar con más de 40 años de retraso una normativa antidemocrática son otra filfa más. El objetivo es un simple lavado de cara estético. Pero el objetivo es seguir manteniendo una zona oscura de sombras sobre aquellos episodios negros protagonizados por el Estado ya cuando se supone que formaba parte de un sistema democrático. Así, ni los documentos sobre el golpe del 23-F ni los que afectan al terrorismo de Estado, la guerra sucia o los GAL, las andanzas de la Monarquía o los casos de Mikel Zabalza otras víctimas navarras de todo ese submundo van a ver la luz pública. Ese es al menos el objetivo del Ministerio de Interior que dirige penosamente Grande-Marlaska. Seguir cubriendo con oscurantismo y desinformación acontecimientos y personas. Tratan a los ciudadanos como idiotas, pese a que buena parte de esos hechos y de las responsabilidades de quienes los protagonizaron ya han sido publicados. Se trata más que de proteger el secreto, intentar evitar sus consecuencias judiciales y el conocimiento público de la verdad en todas sus dimensiones. Tratan también a la propia democracia que dicen representar como si fuera un sistema inmaduro que no está preparado para conocer la verdad de los hechos. Es muy español esto. Hunde las raíces en una conciencia moldeada por un clima inquisitorial. El desarrollo de un sistema democrático es por definición una huida histórica de la Inquisición y, sin embargo, en España parece estar siempre vigente y vigilante e inamovible. Así que después de muchos esfuerzos, estamos donde estábamos. El secreto es una salvaguarda legal muchas veces por la cuenta que le pueda traer a los protagonistas de esos secretos y no por los males que pudiera acarrearle a la patria. La nueva Ley de Secretos Oficiales puede acabar en una absoluta nada desde las exigencias mínimas de verdad y transparencia de una democracia avanzada, real y garantista. Por ello, hace unas pocas semanas familiares de víctimas de ETA y de los GAL apelaban, ante el rechazo de los tribunales de justicia a ahondar en las investigaciones judiciales de aquellos hechos y la negativa política a desclasificar documentos oficiales, a la conciencia de quienes pueden tener en su poder fotos, informaciones, testimonios o indicios que pueden desvelar la verdad y poder exigir responsabilidades a sus protagonistas. Un intento humanista de superar las barreras oficiales que insisten en seguir protegiendo lo improtegible democráticamente, seguir ocultando la verdad a la opinión pública y seguir imponiendo el secreto y castigando el conocimiento. Algo también muy de la Inquisición. Antes o después las instituciones democráticas españolas deberían asumir que el terrorismo de Estado, la guerra sucia y las torturas y malos tratos estuvieron mal, el daño injusto causado y aceptar las responsabilidades del Estado y de sus estructuras en unos hechos inadmisibles en una democracia.