estas alturas, ya sé que en una situación de excepcionalidad sanitaria como es esta pandemia del coronavirus el estado de confusión es una consecuencia inevitable. Admito que es necesario convivir con ese cambio constante de situación, de medidas y de criterios como es inevitable convivir con el coronavirus. Y también que las dudas sobre cualquier nueva situación sean insistentes y constantes conforme a una ola le sucede la siguiente. O al menos, no hemos sido capaces aún de superar ese bucle político, social y sanitario en el que llevamos inmersos camino de dos años. Un bucle en el que el aluvión de opiniones y reflexiones se desgrana cada día en los medios, en las conversaciones, en las empresas, en las familias o en los hospitales y centros de vacunación o Atención Primaria. Unas aportan madurez y fundamentos, otras son un aluvión de frases ininteligibles, posiciones personales, intereses particulares, estupideces y tonterías, bazofia ideológica... Un galimatías inmenso en el que ya es imposible aclararse. Da igual qué nueva situación llegue, el chorreo de posiciones a favor y en contra, la búsqueda de resquicios desde donde cuestionar, criticar más que aportar y el desfile de charlatanes de todo tipo y condición es un filón inagotable. Ya digo, asumo con resignación que ese es el nuevo escenario en el que la información, la intoxicación, la mentira y la propaganda conforman un todo cada vez más ingestionable e indiferenciable. Pero hay una pequeña parte en ese todo que me cuesta más comprender. Son esas prisas insistentes de los responsables políticos por poner fin a la pandemia. Una constante conforme cada nueva ola iba decayendo en su agresividad que ha dado lugar a todo tipo de anuncios eufóricos e históricos, primero, para acabar finalmente en absurdos ridículos, después. Hace solo dos meses Salud Pública daba por superada la pandemia del coronavirus y la limitaba a un virus estacional más. Y quizá sea así. Solo que ayer mismo, Salud asumía la necesidad de adoptar de nuevo "medidas comunitarias" -imagino que será el nuevo eufemismo para encubrir la vuelta a algún tipo de restricciones-, para frenar el alza de los contagios en esta sexta ola ante una situación que se vuelve a calificar de "delicada". Poco que ver con un escenario de superación de la pandemia sanitaria. No es una excepción. Alcaldes, consejeros, presidentes y demás se apresuran a anunciar la luz de la vieja normalidad con la vista puesta casi siempre en los actos festivos. Maya lo hizo en febrero con los Sanfermines de este 2021 que no se celebraron. Lo repitió con San Fermín Txikito en septiembre, incluso habló de encierros y festejos taurinos, que tampoco se pudieron festejar. Y aún tuvo tiempo para proclamar una Fiesta de San Saturnino con todos los sacramentos posibles: misa, procesión, Comparsa de Gigantes y Cabezudos... No hubo nada. Maya, donde pone el ojo, lo gafa. Y Maya es solo un ejemplo. Los alcaldes de Donosti y Bilbao confirmaron ayer que suspenden la fiesta de Santo Tomás en ambas ciudades, que también habían anunciado con toda la parafernalia periodística hace unas semanas. Esa prisa no solo es inútil -la covid-19 no hace caso alguno-, sino que genera la frustración social propia de toda vuelta atrás. El coronavirus siempre vence a las prisas de la política.