Creo que fue el pasado invierno cuando Josep Borrell, alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, lanzó una idea que fue recibida con una mezcla de sorpresa y pitorreo. Vino a decir el exministro socialista que para ganar la guerra a Putin había que “bajar la calefacción”. En un momento de denuncia de la pobreza energética que sacude a numerosos hogares o cuando los ataques rusos se cebaban ya con la población ucraniana de manera encarnizada sin una respuesta rotunda de los aliados, al tipo este no se le ocurría otra idea que cerrar el grifo. “Él estará bien caliente”, clamaban en la calle como respuesta a la idea. Pero el tiempo y las consecuencias de la invasión han demostrado que Borrell no iba tan descaminado: el gobierno alemán ya ha pedido a los ciudadano que racionen el agua caliente. La suspensión de diez días por parte de Rusia de una de las tuberías que lleva gas a Alemania va a obligar a apretarse el cinturón para ahorrar energía. Aparte de sugerir que se dedique menos tiempo a la ducha, también plantea cortar el agua caliente en edificios públicos y centros deportivos, suprimir alumbrado nocturno e incluso eliminar semáforos en las zonas de menos tráfico. Los analistas ya vienen prediciendo que vamos a un otoño crítico. Y para echarse a temblar.