No hace tanto tiempo que los amigos de lo ajeno fijaban sus objetivos en los fajos de billetes custodiados en las cámaras acorazadas de los bancos o en las innumerables y apreciables obras de arte de numerosos enclaves rurales, preferiblemente eclesiales.

Ahora, el dinero físico casi ha desaparecido y la Iglesia y las administraciones han espabilado reforzado la seguridad de su patrimonio artístico casi olvidado. Por eso no me extraña que los ladrones apunten alto al sector de los vinos de lujo. Bodegas y restaurantes de lujo, nuevos templos de inversión, atesoran joyas vinícolas de valor incalculable y son objetivo de los cacos, como ha puesto de manifiesto el atraco al restaurante Atrio, donde una pareja se hizo con un botín 45 botellas de los mejores vinos de la bodega, valorados en 1,6 millones de euros. Ocho meses después de su audaz golpe la pareja ha sido detenida en Croacia y de los vinos (una de las botellas estaba valorada en más de 300.000 euros) nada se sabe.

Seguro que alguna habrá caído para celebrar la hazaña. Tiempo han tenido para degustarlas. El resto a buen seguro estarán en las mesas y estómagos de adinerados sin escrúpulos que habrán pagado una fortuna para epatar a sus invitados y ni siquiera sabrán apreciarlos. Una pena de botín.