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La Línea 16

en ciudades pequeñas como Pamplona el único transporte de masas es el autobús urbano, la villavesa en este caso. Yo mayormente utilizo la Línea 16 (Aizoáin-Noáin-Beriáin), que además de ser de las más largas, tiene las paradas más distantes, por lo que la mayor parte de los pasajeros compartimos viaje durante más tiempo de lo normal.

En los quince-veinte minutos que suele durar mi viaje, además de escuchar al dios Alsina en la radio, los días, los menos, que coincido con los estudiantes de los institutos, me da tiempo a observar al maremágnum que, cual sardinas en lata, formamos un montón de adolescentes, unas cuantas señoras, yo y otros dos como yo. En esos casos nunca me siento, aunque pueda,

así que de pie, desde esa perspectiva, en ocasiones, medio dormido, creo adivinarme al fondo, sentado entre ellos, con quince años y con los rizos y el tupé de tiempos más felices. También, como los otros que van sentados, veo de reojo, pero no miro, a la señora que en silencio implora mi sitio; también le grito al de al lado sin importarme si molesto o no; y algunas de las veces pongo, como mi colega, los pies en la pared. ¿Qué pasa? ¿Algún problema?

Otros días, si no he empujado lo suficiente en la cola para entrar, me descubro, eso sí, palmo y medio más bajo, de pie al principio del autobús, con mi bolso a la espalda interrumpiendo el paso, creando una retención de la que ni soy consciente ni me importa. Si alguien me dice algo o me empuja al pasar, le miro mal para que no le quede duda de que no me voy a mover. ¡No me ralles tío!

En ocasiones, en presente y más despierto, juego a imaginar a los que serían mis hijos si ya fueran al instituto: aquella niña muy guapa, rubia, de rizos, que habla por los codos; y, un poco más allá, el niño alto, delgado, con gafas, que ríe con sus amigas. Forman parte de la masa, no destacan en nada, ni para bien, ni para mal. Mientras tanto, hace tiempo que he dejado de escuchar al dios Alsina, solo se le oye de fondo. Es en esos momentos cuando soy consciente de lo que me queda por delante. Me doy cuenta de que en este país en cuanto a comportamiento no hemos avanzado un carajo, los jóvenes siguen siendo igual de cazurros que lo que éramos hace treinta años, mucho poner a parir a los políticos porque no unifican de una vez la ley de educación; que también, porque vergüenza les debería dar que no consigan legislatura tras legislatura ponerse de acuerdo; y la educación, a secas y con mayúsculas, de nuestros hijos brilla por su ausencia.

No tengo ninguna duda de que estamos enfocando mal el futuro: nos quejamos constantemente del mundo que van, nosotros no, a dejar los otros a nuestros hijos, cuando deberíamos estar más preocupados de cómo van a ser los hijos que vamos a dejar a este mundo. Creo que urge educarlos mucho más en el respeto y en el comportamiento, no les va a venir nada mal para que arreglen algún día el desaguisado en el que los estamos metiendo. Y, por cierto, a mí tampoco, ya que podré disfrutar escuchando, sin indignarme, al dios Alsina en todos mis viajes en la Línea 16.