Manuel Ballestero, el hijo comunista y filósofo de un ferretero zamorano ultracatólico, al decir de un periodista, afirmaba que: “Gracias al arte se invierte y se trastueca la jerarquía despótica: mediación/inmediato, espíritu/cuerpo. La mediación se anega en la palpitación de lo sensible. Por eso ni la experiencia de lo estético, ni lo estético mismo, pueden ser transmitidos por una mediación intelectual. Lo intelectual, implícito en la forma, ha de asumirse en los sentidos como una lumbre inteligente para la percepción”. Cuenta esta opinión, en su inversión, con un peligroso paralelismo que en su día evidenciara el antropólogo Furio Jesi como característica de todo discurso de derechas; aquella de poder contar con un “lenguaje de las ideas sin palabras, que presume de poder decir verdaderamente, o sea decir y al mismo tiempo ocultar en la esfera secreta del símbolo, prescindiendo de las palabras, o mejor, dejando de preocuparse por símbolos modestos como las palabras que no sean el santo y la seña”. De esta última actitud se deriva, por otro lado, según dicho autor, la apropiación en régimen privativo por parte del Tercio en manos del general José Millán Astray y Terreros de la consigna ¡Viva la muerte!, aunque si bien matizando, debido a la información aportada por Salvador Madariaga a Karl Kerényi, el que primero, supuestamente, fuera utilizada por los anarquistas. Y si en el urbanismo monumental la política es tan importante como quedara recogido con anterioridad no debiera pasar en modo alguno desapercibido el hecho de que sean las fuerzas que se arrogan el dominio en exclusividad sobre los designios del pueblo, de uniones populares varias, las mismas que deciden a través de sus élites quiénes son dignos de contar con el reconocimiento en vida y aún más allá de la misma.

Por otra parte, siempre he desconfiado de los artistas que depositan en la mera subjetividad de quien contempla la obra su interpretación. Como así también de los que únicamente se deben al encargo bajo excusa de ser profesionales. Caso al parecer del muralista Stolz. Por lo que suena tan importante el poder contar con al menos algún que otro eco de contrastados criterios históricos y pedagógicos a la hora de analizar lo que una obra monumental como esta de los Caídos haya de trasmitirnos en su estado originario, actual y en su potencial devenir. Para ello, al menos desde la tradición aristotélica a esta parte, contamos con una visión que nos puede ser muy útil. Aquélla que defiende el que en cuestiones de estética hace tiempo que no estamos en manos de los dioses, o de su derivada providencial, como desde algún lugar y voz autorizada se pretende, sino que en toda cuestión referida al arte y sus obras cuenta más el que haya de ser que lo que se ha sido, considerando que en el transcurso de semejante recorrido el monumento debería perder toda, o al menos buena parte de su esencialidad.

Nuevamente nos lo explica Grassi con meridiana claridad: “Así pues, el arte ya no pretende (como en Platón) exponer la perfección humana, lo verdadero, sino manifestar las posibilidades propias del ser humano. Con este giro, el arte pierde el carácter vinculante que había tenido hasta entonces, ya no tiene que exponer lo bello en sentido ontológico: su objeto ya no es lo real, sino lo posible, la apariencia”. Y cuando el arte trata de la apariencia -idea latente en el concurso convocado con la clara determinación, en mi modesta opinión, de imponer la resignificación del conjunto monumental dada, entre otras cuestiones, por la cuantía de los recursos destinados a su modificación-, se puede afirmar estar plenamente inmersos en la esfera estética. Y este previo debiera quedar bien definido en las bases de dicho concurso, pues de lo contrario la controversia podría extenderse a los ámbitos político, religioso e incluso ontológico, con sus correspondientes implicaciones de orden judicial, siendo, en este sentido, que un juzgado por mucha potestad que pueda ostentar en modo alguno debiera mostrarse competente.

La estética nos dice, al menos en el criterio del crítico Paul Goldberger, que a la hora de valorar un edificio de estilo histórico realizado por arquitectos modernos, no es tan importante como parece lo fidedigno de la réplica cuanto que el lenguaje utilizado sirva para decirnos cosas nuevas. Literalmente: “Los estilos son lenguajes, y los lenguajes siguen cambiando y evolucionando [...] Los mejores arquitectos que han trabajado con estilos del pasado (desde Thomas Jefferson o Juan de Villanueva, pasando por Edwin Lutyens, hasta León Krier, Jaquelin Robertson o Ricardo Bofill) ven la arquitectura histórica como una oportunidad para decir cosas nuevas en un idioma ya existente, no simplemente para copiar lo que se ha dicho antes.”

De lo cual viene a derivarse la importancia de analizar previamente en origen aquello que los arquitectos Yárnoz y Eusa pudieran aportar incluso fuera del programa del encargo, dándole al edificio un valor más intrínseco que meramente extrínseco. Si lo contingente fuera el uso dado en su momento, la problemática en torno a la querella que se avecina no quedaría en ser sino mera anécdota, aportando sus contundentes formas algo así como el espíritu de un tiempo pasado, su Zeitgeist. Cuestión que es abordada por el mencionado crítico de la siguiente forma: “Los edificios se relacionan con la cuestión del tiempo en otro aspecto, que consiste -como dijo Lewis Mumford- en cómo hace que el propio tiempo sea visible. Una ciudad resuena con los estratos del tiempo que pone de relieve a través de sus edificios. Hay algo desalentador en un lugar que es completamente nuevo; puede que nos emocione un momento, pero rápidamente sentimos la ausencia de la historia.”

Por lo que en esta cuestión dada sobre el devenir del monumento no se trataría de enfrentar tanto a la aurora roja con el nuevo amanecer, ni a Max Aub con Dionisio Ridruejo, cuanto de conseguir testimoniar un hecho conveniente y pedagógicamente explicado de nuestra más reciente historia. Por lo demás, no estaría de más concluir como en su día lo hiciera el crítico norteamericano afirmando, “en un pasado permanente, los edificios antiguos tienen un uso significativo en presente”, dando pie a pensar cuánto tiene de antiguo éste al que me he venido refiriendo últimamente y cuál pudiera ser su utilidad futura, si es que la tuviere.

El autor es escritor