el objetivo de estas líneas es contribuir al conocimiento de la figura del escritor Navarro Villoslada (1818-1895) en tres aspectos que suelen pasar desapercibidos, pero que caracterizan el pensamiento del autor de Amaya o los vascos en el siglo VIII.

Primero. Fue un escritor contracorriente, lo que no es habitual.

Tanto es así que su novela más principal la publicaría por entregas, entre 1877 y 1879, en una revista quincenal que tenía por título un oxímoron, La Ciencia Cristiana, cuyo fin era combatir la ciencia moderna y defender la fe cristiana de las nuevas corrientes de pensamiento que se abrían en Europa: krausismo, positivismo y evolucionismo. Se opuso a la libertad religiosa que consagró la Constitución de 1876 aunque, paradójicamente, la religión católica siguiera siendo la del Estado.

Cuando el canon literario de la época iba por los derroteros estéticos del realismo y naturalismo, Villoslada se empeñó en escribir una novela pasada de rosca y de moda, escrita en romántico tardío. Y, al revés de lo que ocurre con otras obras, cuya lectura resiste a las inclemencias de la modernidad, Amaya es un tostón fúnebre, farragosa, de quitar el gusto lector, un potente somnífero. Eso se debe, no solo a sus cualidades literarias rancias, sino al hecho de ser una novela de tesis, que el propio narrador planteaba así: “el primitivo reino de Asturias como el de Vasconia se denominaron en el principio Reyno de España, como en señal de que entrambos iban encaminados a la unidad católica, pensamiento dominante, espíritu vivificador y sello perpetuamente característico de la monarquía española”. Como Menéndez y Pelayo.

Segundo. Fue un escritor antisemita.

La novela Amaya rebosa antisemitismo. En ella, aparecen la mayoría de los adjetivos que, desde La Isla de los Monopantos, de Quevedo, se les fue endilgando: ruines, cobardes, pérfidos, hipócritas, avariciosos. Villoslada repetirá que son “mercaderes sin conciencia y sin honor. La astucia, el dinero y la intriga suplirán cualquier medio para conseguir el fin que se propongan.

Cuando describe las actitudes de los personajes, el maniqueísmo ideológico es absoluto. García se niega a pactar con los judíos, ya que le producen repugnancia, para concluir: “nada con los enemigos de Cristo”. A Ranimiro le pica idéntica sarna. Al registrar a un judío para quitarle una carta, dice que “le da asco” el hecho de tocarlo. La judería de Pamplona será descrita por el narrador como “lugar donde se reúnen perros rabiosos e inmundos reptiles”, pues se trata de “una raza que solo inspira universal desprecio”. Los personajes más odiosos de la novela son Pacomio, rabino avaricioso, y Respha, una sacerdotisa más mala que el Diablo, tan hipócrita como artera.

Los judíos pertenecen a una raza deicida y con eso está dicho casi todo. Contradictoriamente, el narrador dirá que “es una pena que, tratándose de una raza noble, la fatalidad la arrastre por pasiones ruines”.

Sin duda que Navarro Villoslada fue en esta materia reflejo de su tiempo. Pero no es verdad que todos los intelectuales de su época fueran antisemitas. Benito Pérez Galdós, por ejemplo, no lo fue. Y el canario nació en 1843.

Cuando estalle el caso Dreyfus, en 1895, tanto en Francia como en España saldrán a la luz quiénes eran antisemitas y quiénes no. ¿Qué hubiese hecho Navarro Villoslada caso de haber vivido diez años más? Imposible saberlo. No obstante, el carlismo, partido en que militó, fue rabiosamente antisemita. En 1897, El Pensamiento Navarro, cuando el judío Dreyfus fue condenado por alta traición, escribiría: “Nos congratulamos de este triunfo de Francia conseguido por los antisemitas y Dios quiera que sea el primero de una larga serie en que los judíos queden derrotados y deshechos en la patria de san Luis y de Enrique V”.

Tercero. Contribuyó a la pervivencia de la imagen de la mujer que requería el tradicionalismo patriarcal y machista. Lo hizo en 1881 en un ensayo titulado La mujer de Navarra (Euskal-Herría, tomo 2º, San Sebastián. Lo reproduciría Príncipe de Viana en 1946, en su número 25).

Su punto de partida es solemne: “Estamos en Navarra, pueblo donde son leyes las costumbres, y donde el uso y la ley arraigan en lo inmemorial; pueblo por consiguiente, donde la mujer, que tiene siempre real y legítima influencia en toda tierra cristiana, ha de reinar con soberano influjo, como depositaria y guardadora en el hogar doméstico del arca santa de la tradición, ese tesoro popular de amor y fe, rico patrimonio de todas las generaciones”.

Villoslada es tan inmovilista que dirá: “La mujer navarra ha sido siempre idéntica a sí misma”. Ni que la hubiera creado Parménides, en lugar de Dios: “ni los accidentes topográficos, ni la variedad de climas, ni la consiguiente confusión de sangre, han podido alterar el fondo de lo que constituye el tipo de la mujer navarra, siempre idéntico a sí mismo”.

Distinguirá entre mujer vascona y mujer navarra. Pero no asustarse por esta dicotomía, porque “si la mujer vascona era religiosa, también, lo es la navarra”, en posesión, además de un “carácter, altivo, belicoso y fuerte”. Luego, la hermana de Sarasate, Francisca Sarasate de Mena, protestaría diciendo que la mujer navarra no era un marimacho, pues, también, tenía “sentimientos y era capaz de emocionarse”.

Según el criterio de Villoslada, “la montañesa es la más ibérica, la más vascongada y la más primitiva. Sus modales proceden, no de la raza, sino de la tribu euskara donde ha nacido”. La ribereña “cuida principalmente de la casa y procura hacer mucho en poco tiempo, para que le queden horas de holgura o de solaz; rara vez sale al campo”.

Sostendrá que “los matrimonios por amor suelen ser menos frecuentes que en otras provincias. En Navarra, abundan los enlaces por conveniencia”, Y, para quien piense lo contrario, “en pocas partes los matrimonios de las clases regularmente acomodadas son más felices y producen mejores resultados”.

La causa es muy sencilla: “la educación religiosa recibida, pues, esta las hace fuertes, como dice la Sagrada Escritura”. De ahí que concluya: “Ninguna provincia de España suministra, en proporción a sus habitantes, mayor número de jóvenes para Hermanas de la Caridad: de ninguna otra quizás salen tantas Superioras de tan sublime instituto”.

Además, y aunque Navarro Villoslada no ofrezca estadísticas, dirá: “(?) la infidelidad conyugal es mucho menos frecuente en Navarra que en otros países. También son raros los celos. Tanto la mujer como el marido tienen la necesidad de ser muy aplicados, si han de conservar el lustre de la casa, y ni uno ni otro tienen tiempo de ser infelices ni celosos”.

Después de lo leído, pregúntese el lector: ¿permitiría en su ciudad que el poder local levantara un monumento en honor de un hombre machista, intolerante, antisemita, homófobo, xenófobo y enemigo de la ciencia, a pesar de haber escrito una novela excepcional?