Alo largo de estos últimos meses, a propósito de la situación generada en uno de los territorios históricos que conforman el Estado, se ha querido señalar por diversos autores y cronistas de la actualidad la relación como padre ideológico que, supuestamente, ha tenido el carlismo con el nacionalismo vasco y catalán. Si bien podemos observar, a lo largo de la década de los 70 y 80 del siglo pasado, el lento pero constante trasvase de personas que engrosaban este movimiento hacia partidos de índole nacionalista, esto no es reflejo de su continuidad histórica.

Dejando de lado cualquier análisis interminable que pudiéramos realizar de este longevo movimiento de más de 185 años de antigüedad sobre el pleito dinástico no resuelto, la férrea oposición al mundo liberal decimonónico o el amplio respaldo popular que obtuvo en distintos territorios, podemos descubrir su ininterrumpida tradición federalista.

Ya tempranamente observamos que adquiere fuerza, como postulado irrenunciable, la defensa foral ahí donde se hizo fuerte y triunfó. Así su trilema, Dios, Patria y Rey, pronto incluiría el término fueros como claro indicador de la defensa jurídica y territorial a la que aspiraba. Esta referencia a ellos la encontramos tanto en la carta-manifiesto que el rey Carlos VII dirige al infante don Alfonso (1869), en la cual hace la promesa de extender el régimen foral vasco a todo el territorio español: “Ama el pueblo español la descentralización y siempre la amó, y bien sabes, hermano mío, que si cumpliera mi deseo, así como el espíritu revolucionario pretende igualar a las provincias vascas a las restantes de España, éstas semejarían o se igualarían en su régimen interior con aquellas afortunadas provincias”, como en el que dirige a los pueblos de la Corona de Aragón en 1872, que como “amante de la descentralización”, les comenta: “Hace un siglo y medio que mi ilustre abuelo Felipe V creyó deber borrar vuestros fueros del libro de las Franquicias de la Patria. Lo que él os quitó como rey, yo como rey os lo devuelvo”.

El autor, José Miralles Climent, en su Aspectos de la cultura política del carlismo en el siglo XX (UNED. Espacio, Tiempo, Forma Serie V, Historia contemporánea, t. 17. 2005), nos narra cómo en el citado siglo todo el carlismo había asumido ya esa defensa territorial y cómo una transición de esa defensa foral hacia formulas federalistas más modernas, leemos en El Federal, (n.º 14, 2002, p. 13), que en 1930 los carlistas catalanes elaboraron un Projecte d’Estatut de Catalunya de tipo confederal. Reforzando esta teoría, Jordi Canal, en su libro El Carlismo ( 2000, ob. Cit. p. 290), nos dice que durante la Segunda República el carlismo participó en la elaboración de anteproyectos de Estatuto de autonomía para el País Vasco y Navarra junto al PNV y apoyó el de Cataluña en el referéndum de 1931, mostrando una vez más esa defensa por la descentralización territorial.

Abandonada la primera mitad del S. XX, y lo que pudiera parecer una participación contradictoria del carlismo en la guerra civil española, por su adhesión a un alzamiento amparado por un ejército de gran tradición liberal y fiel a un fuerte centralismo, ya entrada la segunda mitad del siglo nos encontramos con un joven relevo generacional que, a través de la AET (Asociación de Estudiantes Tradicionalistas), el MOT (Movimiento Obrero Tradicionalista), y junto a Carlos Hugo de Borbón-Parma realizarán la clarificación ideológica del movimiento para llevarlo hasta el socialismo autogestionario y el federalismo. El mismo Carlos Hugo, en La vía carlista al socialismo autogestionario (1977, p. 247), nos señala: “Así, el nuevo estado estará presente en todos los niveles y será el instrumento de esta comunidad, desde la base hasta la cumbre, realizando al nivel máximo una comunidad de comunidades. Hoy, por lo tanto, desde las nacionalidades españolas hasta la federación, y mañana hasta la federación de los pueblos europeos o mundiales...”.

Ateniéndonos a todo lo expuesto, podemos afirmar que la supuesta paternidad nombrada al comienzo de estas líneas es espuria.