En este tiempo post-ETA el impulso de la memoria histórica, con sus valores y sus enseñanzas, es un buen guión para tratar de cerrar de la mejor manera posible un capítulo negro, otro más, de nuestra historia. Quienes vivimos aquí y ahora tenemos la ocasión de que las consecuencias del trauma de la violencia no se expandan a las siguientes generaciones. Sería imperdonable que volviéramos a cerrar en falso heridas o despreciáramos la memoria de las víctimas.

Y es que en todos los episodios de violencia de motivación política se trabaja para que nadie se sienta en la tentación de volver a apretar el gatillo. Pero aquí la garantía de no repetición debería estar centrada en trabajar para que los valores que hicieron posible la violencia desaparezcan. En ese marco de preocupaciones la deslegitimación social de la violencia es lo prioritario, por urgente, por determinante.

La memoria es frágil y a veces no aguanta ni una generación. En el futuro quienes no han vivido la crueldad de la violencia se pueden ver cautivados por la épica de la violencia que no se ha sufrido. Por eso, necesitamos ciertos anticuerpos para que no se extienda el odio, para que no sedimente, para que nadie vuelva a creerse en el derecho a decidir quién vive y quién no.

Y la gente de Gesto por la Paz, que se enfrentó a la violencia cuando (casi) nadie lo hacía, supone hoy un patrimonio moral que no podemos desperdiciar. La paz no la hicieron quienes militaron en ETA, de ninguna manera. La paz la hicieron quienes construyeron mentalidades de paz con sus pancartas y sus silencios. Ese, y no otro, es el motivo por el que la deslegitimación social de la violencia se ha extendido.

El deber de memoria, por eso, implica no solo tener presente lo horrible de la muerte violenta, sino que también hay que contar el ejemplo de quienes no callaron ante el terrorismo ni cuando les llovían tuercas e insultos.

En el deber de memoria juegan un papel importante los valores universales, aplicables incluso a situaciones que no nos gustan. Supone una trampa ética enorme pedir que los crímenes ultras de la transición no queden impunes y, sin embargo, no exigirle a ETA que colabore en el esclarecimiento de los múltiples asesinatos pendientes. Esa desconexión ética es la que tenemos que quebrar si queremos reconstruir todos los tejidos sociales rotos por años de violencia.

El deber de memoria exige deconstruir el relato que ha hecho que miles de personas le encontraran sentido a la barbaridad que supone el tiro en la nuca. Que ETA naciera en un contexto determinado no justifica su actuar. Matar, y seguir haciéndolo incluso una vez se murió el dictador, fue una decisión autónoma de ETA solo condicionada a su voluntad de imponer un proyecto político a la sociedad, una dinámica que no todos los antifranquistas ejercieron.

El deber de memoria nos cuestiona en nuestros peros, porque ahí es donde se suele descubrir la inconsistencia ética, porque ese pero nos hace viajar a un túnel oscuro en el que la salida siempre es por la puerta falsa.

El deber de memoria apunta a evitar esa agotadora necesidad de hablar del GAL, o de la violencia policial cada vez que nombramos a ETA, como si una cosa compensara la otra, como si no supiéramos, no pudiéramos o no quisiéramos emitir un mensaje de solidaridad hacia el dolor sin más matiz que la cercanía humana ante quien ha sido agredido.

Como se recoge en el libro Heridos y olvidados, de María Jiménez y Javier Marrodán, sobre las primeras acciones mortales de los años sesenta de ETA, “matar a alguien fue una decisión meditada, debatida y acordada de forma mayoritaria”.

En democracia sobre todo no hay ninguna causa que pueda perseguirse con métodos injustos, y reconocer este extremo es el principio de un camino que, tarde o temprano, quienes fueron en el mismo tren que ETA deberán recorrer, su actuar fue un error y un horror, y eso nos lo deberíamos tatuar en todas las memorias individuales.

En este momento cabe entender que frente al espejo no tenemos que hacer planes de futuro, sino más bien planes de pasado. Porque no vivimos en una isla, y alguien en algún momento de nuestra vida nos podrá preguntar dónde estuvimos cuando el eco de los disparos iba dejando un reguero de ausencias que aun duelen. Rescatar y valorar entonces la importancia de Gesto por la Paz como nuestros justos locales hará que construyamos un futuro mejor.

Dice Gabriele Nissim sobre el pensamiento de Zofia Kossak en un libro genial que se titula La bondad insensata que ésta, a pesar de su antisemitismo, llega a pensar que “los que mueren físicamente en Auschwitz, de los cuales incluso sería posible desentenderse, son los judíos, pero con ellos moralmente también mueren los polacos que les niegan ayuda”.

Aquella gente de Gesto por la Paz asumió una responsabilidad personal frente a la intolerancia, porque quisieron elevar un mensaje moral de condena a pesar de las consecuencias que implicaba hacerlo. Y eso nos conmovió incluso a quienes rozamos la violencia y nos pegamos de bruces contra su silencio.

Trabajemos, entonces, por la ética de una memoria responsable y coherente, las siguientes generaciones nos lo agradecerán, porque solamente así romperemos definitivamente y para siempre la infinita cadena del odio, ésa sin duda es la mejor garantía de no repetición.

El autor es miembro de Gogoan-memoria digna