sin ninguna afición por los videntes demoscópicos, pues siempre he pensado que no es que constantemente se equivoquen, sino que, incapaces de predecir el futuro, tan sólo adivinan el pasado. Sin devoción, insisto, por los vaticinadores de profesión, creo que, pese a que las encuestas auguran un mejor resultado para las fuerzas progresistas, unas nuevas elecciones suponen un riesgo para los que viven de la limosna que le corresponde y para los que habitan en la cellisca de la calle. La pitonisa de Delfos era más fiable en sus predicciones, como lo prueba el oráculo que predijo el parricidio e incesto de Edipo, pero no contamos con ella. Entre otras desventuras se puede producir un deshielo de lo congelado, esto es, una irrupción enfática de la testosterona conservadora que podría volver, si gobierna, a hacer lo que la derecha ha hecho siempre, esto es, repartir la riqueza entre su corte de banqueros y aristócratas mientras los desfavorecidos se pueden quedar sin presencia en esta sociedad sutilmente despejada de todo lo molesto, pues la derecha está convencida de que los bajos salarios y el despido barato son nuestra unidad de destino en lo universal. Y es que la sinrazón de la derecha, la base que subyace a su irresponsabilidad política, está regida por fuerzas ajenas a la objetividad, tales como sus propios intereses y su desmesurada ambición, que tienden a bloquear sistemáticamente el más mínimo atisbo de ética y coherencia en su discurso político. En cuanto su anhelo de poder se siente perturbado, despliega todos los recursos a su alcance, aún los más inmorales, para desgastar a sus adversarios políticos. No es extraño, pues, que eluda el sentido común, y sucumba una y otra vez e irrevocablemente en el la descalificación y la mentira que, no cabe duda, tienen cierta eficacia. Claro que esta estrategia no la hace a lo loco, sino disponiendo del poder seductor y hasta corruptor de dinero. Vamos, que el peculio se ha convertido en una eficiente divinidad ahora que, según Nietzsche, el cargo está vacante.

En consecuencia, un acuerdo de las fuerzas progresistas se hace necesario, pues la amenaza de un posible gobierno de la derecha tricéfala es una razón suficiente como para evitar una repetición electoral. La alianza entre el Partido Popular, Ciudadanos y Vox puede ser funesta para la democracia española. El Partido Popular, peligrosamente radicalizado, considera que España es un país católicamente crédulo, un humo dormido, una resignada página de san Agustín, un cortijo de su propiedad, por lo que no le temblaría la mano si tiene que volver a precarizar los salarios, devaluar las pensiones y meter la tijera en la sanidad y la educación. La derecha azulona, con su corrupción judicialmente pendiente y sus paradójicas misas de domingo, no duda en convertir la falsedad, el engaño y la descalificación ad hominem como sus principales instrumentos para recuperar el poder. Sigue siendo berroqueñamente fiel a sus ideas, lo cual es sencillo, pues tiene pocas y remiten al pasado, hasta el punto que se dejan ver en primera fila en los homenajes a las víctimas de ETA, lo cual me parece bien, pero no acuden a los homenajes de las víctimas del franquismo, lo que representa una grave anomalía democrática. La propensión compulsiva de Ciudadanos al donde dije, digo Diego evoluciona conforme al devenir de los acontecimientos. El segundo socio de la tricefalia conservadora padece una anomalía, la incoherencia, que no se cura ni con el tiempo ni con duchas de agua fría ni con tranquilizantes ni con una lobotomía. Y es que Ciudadanos hace política con minúsculas, pero cambia de opinión con mayúsculas. Vinieron a regenerar democráticamente el país, pero están apuntalando la corrupción. Se mantiene firme, ciertamente, en su viaje a la derecha, incluida la derecha históricamente finiquitada, pero lo hace estimulado por el ambientazo tan propicio que le otorga la crisis del Partido Popular, al que pretende sustituir. Sin embargo, ni las incongruencias ni la regresiva radicalización de la formación naranja debería pasar la prueba del polígrafo social, pues en este país protestan hasta los muertos, o sea la marea negra, que no tienen nada que perder, como no sea que los desahucien de sus sepulturas. Vox, la ultraderecha española, el tercer socio, no es sino la silicona del franquismo que viene a remediar el crepúsculo de un tiempo que ya está agotado. Son connaturalmente chovinistas, hipócritamente católicos y sin gran interés por la hondura democrática que se le extravía en resonancias abismáticas. Su anacrónica retórica se enreda frecuentemente en su firme ademán y su insuperable cara al sol, camisa nueva incluida, del que no se desprenden ni con el paso de los años. Le da igual que haya españoles enterrados en cunetas y que los rótulos de las calles aludan a los ignominiosos nombres de golpistas. Su discurso aparece como un desierto, una larga noche iluminada por débiles candiles que apenas dejan entrever la brutal operación quirúrgica que llevo a cabo la dictadura y que redujo el país a un turbador muñón. Su machismo, su homofobia, su racismo y su xenofobia representan un claro propósito desestabilizador de la democracia, cuyos fines partidistas o sectarios cuestionan los intereses generales de la inmensa mayoría del país, que obviamente no comparten sus despropósitos. En fin, creo que un acuerdo de gobierno es preferible a la incertidumbre que depararía una nueva convocatoria electoral.El autor es médico-psiquiatra