La palabra griega demos significa pueblo, y el término kratos, poder. Por tanto, traducida al castellano, representa el poder del pueblo. Se suscita, no obstante, una pregunta: ¿poder del pueblo sobre quién? Obviamente, del pueblo sobre el pueblo. Así, el pueblo es al mismo tiempo gobernante y gobernado. Pero lo que realmente cuenta no es tanto la titularidad del poder, sin dejar de ser esencial, sino el ejercicio justo del poder. Pues bien, este preámbulo, en apariencia tan elemental, es la gran revolución del siglo XX y de la primera década del siglo XXI. Importamos la democracia, hace ya muchos años, con una especie de manual de instrucciones, una especie de catecismo que predicaba la igualdad en un esperanto universal, asequible, fácil, amonedado de frases impactantes, soluciones infalibles y sentencias esperanzadoras. Me refiero al sufragio universal, a los derechos civiles y a la libertad en su sentido más amplio. Vamos, que siguiendo el manual uno salía del totalitarismo imperante sin apenas esfuerzo. Luego fuimos descubriendo que la democracia, siendo, sin duda, el mejor de los sistemas políticos, no acaba de encontrar la receta para superar la desigualdad en una sociedad estratificada en unos pocos ricos y demasiados pobres. Es lógico, por tanto, que la ciudadanía acabe cansándose un poco de tanto idealismo que al final estraga y hastía si no contiene más elemento práctico y realista que el puramente retórico. Es cierto que la democracia clama por la justicia y la igualdad, pero, en ocasiones, lo dice tan bajo que su clamor se convierte paradójicamente en la afirmación de la propia desigualdad que pretende combatir. La política redistributiva de la riqueza, materializada en servicios públicos universales y de calidad, como son la sanidad, la educación y las diferentes coberturas sociales, representa obviamente uno de los instrumentos más eficaces en cuanto a equidad y cohesión social se refiere, de la misma manera que la mejor receta frente a las tensiones territoriales es el diálogo y el acuerdo solidario. Ambas herramientas deben, por tanto, estar siempre presentes en la agenda política de quien gobierne el país.

La propuesta de Habermas, en apariencia irreprochable, es decir, la fórmula filosófica que propone la libertad, la igualdad, la exclusión de la violencia y la fortaleza del mejor argumento no ha producido el rendimiento político apetecido. Y es que corren malos tiempos para el discurso basado en la racionalidad, pues el desafío relativista contra la razón ilustrada, seña de identidad de la posmodernidad, cuestiona hasta los mismísimos cimientos del pensamiento kantiano. No hay duda de que la democracia es sólo un medio, cuya bondad se deriva de la justicia del fin que persigue. Sin embargo, pese a ser el mejor de los regímenes políticos, la democracia es un paradigma político que no garantiza necesariamente un futuro más justo e igualitario, pues es obvio que la complejidad de las variables que en ella intervienen dificultan la consecución del objetivo que se persigue. Por tanto, la democracia no alcanza su máxima eficacia en sus aspectos formales, siendo obviamente importantes, sino en el pragmatismo político con el que se abordan y resuelven las necesidades sociales de la ciudadanía.

Es verdad que vivimos en la sociedad menos injusta de la historia, más libre, con una buena tradición democrática, capaz de producir bienes que llegan a muchas más personas, pero, a la vez seguimos asentados en una economía de libre mercado que no es capaz de corregir las desigualdades ni las injusticias sociales. Es más, en un mundo cada vez más desabastecido de ideologías fuertes e incontestables, en el que la racionalidad se muestra más impotente y desolada que otrora, renacen, con más fuerza si cabe, los fundamentalismos que exhiben actitudes preocupantemente irracionales, hasta el punto de que frente al pluralismo, reclaman la uniformidad política. Lo cierto es que en un mundo en el que nadie es capaz de formular una receta brillante e incontestable, una razón suficiente capaz de prescribir un discurso ético y político de máximas universales que responda a las urgencias de los desfavorecidos, el paradigma que preside las democracias formales, se tambalea. Cada vez con mayor frecuencia proliferan las críticas contra los representantes electos y legítimos, pues se empieza a dudar de la eficacia y del compromiso efectivo de la clase política que no da la respuesta esperada a las necesidades de los más necesitados, generándose cierta desconfianza y, como consecuencia de ese desencanto, se está produciendo la irrupción de movimientos extremistas. En fin, la democracia debe rearmarse y fortalecerse ética y políticamente, pues como decía Baudelaire, el riesgo de la santa prostitución del alma acecha. No olvidemos que hasta las ideas más hermosas se estropean y desgastan en cuanto se ponen en circulación, pues el ser humano es un implacable depredador de ideales. Profundizar en esta gran revolución política, la democracia social, es una obligación ética y un reto, sin duda, apasionante e insoslayable.

El autor es médico psiquiatra y presidente del PSN-PSOE