en esta sociedad nuestra, basada muy teóricamente en la práctica de la pura libertad individual y social, no es ciertamente posible, no es real ni mucho menos, que todos los ciudadanos participen en total igualdad de todos los bienes de la naturaleza y de los producidos por el ser humano. Las desigualdades personales, la diversidad de las oportunidades que la vida ofrece y las relaciones de todas clases que entretejen la vida social son generadoras de diferencias inevitables, y a veces sangrantes y sonrojantes. Diferencias que, en muy principio al menos, no tienen por qué ser consideradas necesariamente injustas ni contrarias a la solidaridad que debe existir en una sociedad coherente con la dignidad de las personas. Desigualdades que, en todo caso, no han de impedir la satisfacción real y práctica de los derechos humanos de todas las personas, ya que sin ella carecería de sentido hablar de dignidad humana. Se trata de impulsar e implementar el respeto a las personas distintas, el reconocimiento de su valor y de su dignidad, su derecho a ser diferentes en sus formas de pensar, de sentir y de actuar, y en los mismos efectos económicos que de esas diferencias puedan legítimamente surgir. El derecho a la libertad que vindicamos ha de llevar también al reconocimiento de que el otro la otra, los otros y las otras, puedan disponer y disfrutar de la misma libertad que para nosotros vindicamos. Y ello aunque de su legítimo ejercicio se sigan consecuencias que desde nuestro punto de vista puedan ser consideradas como perjudiciales a los, supuestos, intereses y, supuestamente, contrarias a nuestros criterios y apreciaciones.

Hay que insistir en la necesidad de educar para la tolerancia, educar para saber convivir con quienes son distintos de uno/a mismo/a, aún cuando el respeto de su libertad legítima puede ser vista como un potencial riesgo no controlado o como un peligro no contratado a lo no conocido. Porque la posible reacción adecuada ante la percepción de la libertad del otro como un posible riesgo para mí no debe desembocar en la intolerancia defensiva sino la consolidación de los propios valores, convicciones o incluso intereses que cada uno habrá de desarrollar desde la afirmación del propio derecho a ser uno mismo. Tolerancia, respeto y pluralidad como principio de enriquecimiento personal y también social. Y para ello habremos de tratar de superar esta visión del otro, individual y social, como riesgo, no solo a partir de la tolerancia, sino también por el valor de la solidaridad, equidad y de la igualdad. Deberíamos ser capaces de descubrir nosotros mismos, como educadores, la necesidad de una exigencia natural íntima para con la solidaridad humana que ha de englobar y cobijar al conjunto de la humanidad, y ello a pesar de experiencias reales y muy graves de insolidaridad, experiencias que lamentablemente también se dan en niveles muy próximos e inmediatos de nuestra vida cotidiana. Es imprescindible mantener viva la conciencia exigente a la solidaridad entre las personas.

La sociedad es un espacio en el que se lucha para que cada persona luche para salir adelante y para hacer reales y operativos sus propios intereses, que deben desarrollarse dentro de la aceptación de las reglas de juego, que serán las que deben de asegurar un “buen funcionamiento” que, de principio, no elimina las posibles tensiones entre aquellas personas que, estando en el mismo campo de actuación, buscan intereses que, en ocasiones, pueden ser divergentes, contrapuestos e incluso excluyentes. Tensiones que, vistas con perspectiva global y de futuro, pueden ser valoradas positivamente como fuente de avance y de progreso colectivo. Pero por ello no debe ignorarse, en ninguno de los casos, el coste social o personal en quienes salen perdedores en este tensionamiento competitivo en el que intervienen las habilidades personales, los recursos propios, el influjo de los grupos, el ejercicio del poder... Tensiones que originan formas de relación social, dependencias y dominación. Las diferencias de objetivos, de intereses y de estrategias de eficacia fijados para alcanzarlos pueden producir situaciones de injusticias personales y colectivas, y ello a pesar de las medidas correctivas que a este sistema se introducen por medio del ejercicio de autoridad pública, es decir, por las políticas económicas, sociales, educativas y culturales de la administración pública.

Si la sociedad en la que vivimos es así, y si hemos de educar a quienes van a vivir en ella con el fin de que sean más plenamente autosuficientes y preparados, la primera pregunta que debemos plantear los educadores es la de saber si efectivamente lo tenemos en cuenta y, en tal caso, qué repercusiones tiene ello en nuestros planteamientos educativos. Dicho de otra manera, ¿cómo tratamos de educar para una sociedad en la que el ejercicio de las libertades públicas en los diversos ámbitos de la vida social da necesariamente a esa sociedad un carácter “tensional y competitivo” que es intrínseco a ella y a las secuelas de injusticia que puede acarrear? Se impone la necesidad de ayudar a quienes tratamos de educar en la comprensión de cómo es y cómo actúa esta sociedad en la que les ha tocado vivir. Es decir, deberíamos intentar ofrecer una visión global de la sociedad y de los mecanismos con los que ella funciona. La educación para una sociedad hecha de tensiones nos postula no solamente a conocerla, sino también a criticarla en cuanto a sus postulados operativos, en cuanto a sus mecanismos de actuación y en cuanto a sus efectos reales. Se trata, en definitiva, de ofrecer un conocimiento crítico, valorativo, a partir de una referencia objetiva que, para quien tiene una visión personalista de la sociedad, no puede ser otra que la dignidad de la persona, de toda persona, porque la sociedad es para la persona y no a la inversa. ¿O no?

El conocimiento crítico de la realidad debe ser la base de un uso responsable de la libertad y libertades que el sistema en el que vivimos nos puede y debe garantizar. Se trata de dignidad, justicia, equidad y solidaridad. Se trata de capacitarse para competir y competir mejor, poner en acción las propias capacidades e idear estrategias adecuadas para la vida en un contexto en el que la libertad es de, y para, todos. Eduquemos pues a nuestros jóvenes para el futuro. Eduquemos el futuro, porque el futuro también es perfectamente educable. ¿Estamos seguros de que estamos acertando?

La educación para la democracia entendida como una sociedad que asegura los cauces de actuación político-social libre y participativa es fundamental en la educación para una sociedad que alberga tensiones inherentes a su conflictividad. Así, la enseñanza debe incluir como parte integrante muy fundamental la educación en el respeto y en la defensa de los derechos más fundamentales de la persona, tales como el derecho a la vida y a su integridad, y el derecho a la libertad por encima de cualquier criterio de eficacia o de intento de justificación ideológica.

En resumen, habrá que incluir en la educación la participación solidaria en la lucha contra las situaciones injustas y el respeto a la libertad de la persona. Sea pues.

El autor es profesor