Enero ya es de por sí suficientemente frío. Sorprende cuanto menos la combativa cita de los sindicatos abertzales en los estertores del primer mes. Cualquier tiempo pasado fue infinitamente peor. El noble anhelo de mejora de las condiciones de las clases más desfavorecidas, puede tener más que ver con al análisis del contexto, con la ponderación y la responsabilidad que con la fácil algarada.

Las huelgas eran antes, cuando las clases estaban abocadas a luchar, cuando el capital optimizaba dividendos por encima de cualquier otra consideración, cuando los abismos de diferencias sociales, cuando patrono y trabajador habitaban galaxias y mobiliarios diferentes. La huelga era un último e irremediable recurso, cuando las horas de trabajo nunca se acababan y no había otra forma de hacer valer un cabal reclamo; cuando era inevitable tener la injusticia y la opresión en frente, cuando el obrero se la jugaba y arriesgaba bastante más que un día sin sueldo.

Las huelgas eran antes cuando el gobierno agitaba una gran lotería que te podía enviar a matar y morir a África, cuando el apogeo de las dictaduras y generosa sangre corría por el asfalto. Gozamos de las más avanzadas prestaciones sociales de todo el Estado. Disfrutamos hoy en la Comunidad Autónoma vasca y en Navarra de la sociedad más conexionada que jamás hayamos tenido. Siempre podremos aspirar a una sociedad aún más integrada, ¿pero justifica ello salir a las calles a gritar contra nadie?

¿En esta coyuntura social de evidente privilegio con respecto al mundo, cobra algún sentido crispar la convivencia? ¿Tiene razón esa ya larga y visceral confrontación de ciertos sindicatos con nuestros gobiernos? ¿No será que hemos cogido demasiada carrerilla con la pancarta? ¿No será que hemos pisado el acelerador en la inercia de reivindicar, que hemos quedado atrapados en una peligrosa cultura que permanentemente echa balones fuera, eludiendo asunción de responsabilidades?

La controvertida palabra "dignidad" reclama su cuidadoso uso y deseable consenso. Prima evitar interesados secuestros. La dignidad no la proporcionan unos euros arriba o abajo a la hora de la pensión; tiene más que ver con una actitud con la que afrontamos el momento, la situación. La dignidad es más una presencia serena, solidaria, una forma de estar en el mundo, de permanecer atentos entre los demás, que una pensión más o menos proporcionada y decorosa que recibimos de unas arcas compartidas. La dignidad tiene mucho de solidaridad, tiene que ver con el pensar en clave global, con la observancia de un "pastel" que siempre semejará insuficiente, pero que habrá que dividir de la forma más equitativa posible.

En algún momento empezar a conjugar también el verbo agradecer. No sólo pedir y reivindicar, en algún momento dejar de reclamar y agitar el puño, unir las manos en gratitud. En algún remanso de nuestra historia, tendremos que descansar la pancarta, enmudecer el grito, manifestarnos mínimamente satisfechos por nuestro presente afortunado. De tanto pedir podemos llegar a olvidar lo que ya colectivamente, no sin esfuerzo y sacrificio, hemos alcanzado.

En vez de seguir exigiendo, en vez de lanzarnos a las calles el día 30 en pos de, hoy por hoy, imposibles, recordar; echar la mirada atrás y traer por ejemplo al presente a los que murieron en remotas arenas defendiendo por obligación una abusiva y anacrónica colonia, a los que cayeron en nuestros montes y valles haciendo frente a un fascismo atroz y fuertemente armado, a los que salieron a la huelga en la dictadura desafiando el terror y la amenaza salvaje, acercando democracia y libertades€

¿Por qué no hacemos tregua, por qué no hacemos silencio día 30? ¿Por qué no dejamos que la barricada consuma sola todas su baldía ira, todo su caduco fuego? El silencio como espacio compartido de paz y memoria, ¿por qué no reivindicamos presente y pasado, no sólo futuro, por qué no sumamos agradecimientos a quienes tanto dieron por lo que ahora somos y gozamos?