l domingo 26 de abril se celebra el 34º aniversario del fatídico accidente ocurrido en la central de Chernóbil (Ucrania, 26 de abril de 1986), la peor tragedia nuclear de la historia. El accidente de Chernóbil puso de manifiesto el enorme riesgo de mantener las centrales nucleares en funcionamiento y mostró que los efectos de un posible accidente superan las fronteras y se extienden a varios países. De hecho, la nube radiactiva recorrió la mayor parte de Europa y afectó principalmente a Bielorrusia y Rusia, además de Ucrania.

El debate sobre seguridad es siempre complejo si se quiere hacer con rigor. Una central nuclear es una creación tecnológica que reúne sistemas de muy diferente naturaleza, interrelacionados de forma muy compleja. Un fallo en un elemento de los sistemas no nucleares puede tener influencia en el comportamiento de éstos y, si no se prevé la evolución y las consecuencias, puede dar lugar a un accidente severo, tal como ocurrió por ejemplo en la central norteamericana de Harrisburg en 1979. Por tanto, no sólo hay que tener en cuenta la dinámica del reactor de la central, que ya de por sí es bastante complicada, sino la de todos los equipos que la circundan.

La seguridad nuclear se ha convertido en un campo de estudio multidisciplinar que tiene en cuenta los resultados de la Física Nuclear, Física de Fluidos, Ciencia de los Materiales, Metalurgia e Ingeniería Eléctrica, entre otras materias. Los expertos en seguridad manejan una interesante doctrina que se conoce como Defensa en Profundidad. Consiste en analizar los efectos que tendrían los posibles fallos de algunos de los sistemas, nucleares o no, con el fin de anticiparse a los fenómenos que ocurrirían y actuar en consecuencia para evitar el agravamiento del accidente.

Existen complejos estudios realizados por ordenador que dan lugar a un análisis de riesgo y, como resultado, se obtiene la probabilidad de que ocurra un accidente nuclear con daños en el núcleo, es decir, en la parte de la instalación donde se produce la reacción nuclear y donde se contiene la mayor parte de la radiactividad.

El resultado de estos estudios varía de unos laboratorios a otros y se mide en accidentes por reactor y año. Los resultados varían entre un accidente por cada 4.000 reactores/año y un accidente por cada 10.000 reactores/año. Teniendo en cuenta que en el mundo operan actualmente 438 reactores y hay 58 más plantas en construcción, estas cifras significan que podría ocurrir un accidente cada 10 años en el primer caso o cada 20 años en el segundo. Sin embargo, la realidad es muy tozuda y da unos resultados algo más negativos. La frecuencia de accidentes con daños en el núcleo viene a ser el doble de la prevista por estos estudios.

Sea como fuere, existe un problema de índole ética y filosófica detrás de la asunción del riesgo. Es verdad que la probabilidad de que se produzca un accidente es pequeña y que se dedican muchos recursos a investigar el tema en comparación con otras actividades industriales. Pero los resultados de un accidente son tan catastróficos que no vale la pena asumir el riesgo, por baja que sea la probabilidad de que éste ocurra. Además, las consecuencias del accidente no las sufrirán los responsables de la decisión de construir las plantas nucleares. Ni siquiera se limitarán las consecuencias a los ciudadanos y a las ciudadanas que usan la energía nuclear producida, aunque nadie les haya preguntado si están de acuerdo con mantener estas plantas. No, el accidente de Chernóbil demostró que las consecuencias se pueden extender más allá de las fronteras del estado donde se ubique la central accidentada. La nube radiactiva procedente de Chernóbil viajó miles de kilómetros por Europa. La decisión de construir una central supone la asunción del riesgo por parte de alguien ajeno a sus consecuencias. Algo de más que dudoso carácter democrático.

Los planificadores energéticos y los poderes públicos son conscientes de estos hechos y estos problemas. No en vano se crean entidades internacionales que, hipotéticamente, deberían actuar como veladores de la seguridad a la vez que se encargan de emitir directivas que deben asumir los países miembros de dichas entidades. Tal es el caso del OIEA, de Euratom o de la ICRP (Comisión Internacional para la Protección Radiológica). Sin embargo, a menudo estos organismos se convierten más en impulsores de la tecnología nuclear que en garantes de la seguridad.

Los cálculos sobre seguridad antes citados son asépticos y se limitan a estudiar la evolución técnica del accidente. No tienen en cuenta el factor humano o los condicionamientos políticos y sociológicos, que, en el accidente de Chernóbil, por ejemplo, resultaron ser vitales. Un diseño de reactor inestable, junto con las decisiones inadecuadas tomadas por un operador cansado y sometido a tensión nerviosa, unido todo ello a una situación generada por el poder político que deseaba poner en marcha la planta sin resolver los problemas de seguridad, fueron los factores desencadenantes del accidente. Factores que no se pueden tener cabalmente en cuenta en los fríos cálculos de ordenador, por complejos que éstos sean.

En resumidas cuentas, todos estos factores enumerados que, como se ha visto, se reflejan en que existan centrales nucleares con sus sistemas de seguridad degradados, no se tienen en cuenta en los análisis teóricos de seguridad. La doctrina de Defensa en Profundidad implica la prevención de accidentes mediante la anticipación a los fenómenos que los producen. La inclusión de condicionamientos sociales, económicos y políticos, así como tomar en cuenta el factor humano en dicha doctrina, debería conducir al cierre progresivo de todas las centrales nucleares, pues es la única forma de anticiparse a estos imponderables.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente

La decisión de construir una central supone la asunción del riesgo por parte de alguien ajeno a sus consecuencias, algo de más que dudoso carácter democrático