ra notable por su costumbre de ponerse abrigado€ su paraguas envuelto en una funda, su reloj se ocultaba en una funda gris€ Llevaba anteojos oscuros y chaqueta de punto, se tapaba los oídos con algodón. También sus pensamientos trataba de escucharlos en un estuche. En fin, procuraba siempre envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse del mundo entero€ En su casa se mantenía igualmente fiel a sus costumbres. Vestía siempre una bata y se tocaba con un gorro. No abría nunca los postigos de las ventanas y tenía las puertas cerradas con innumerables cerrojos.

Es el personaje Bélikov del cuento Un hombre enfundado de Chejov que narra la autorreclusión, su encierro físico y mental apresándolo en sus patrones cognitivos y emocionales. Un aislamiento físico y simbólico en relación consigo mismo y también con los otros. Bélikov, guarecido en su muro, está refugiado en su propio miedo. Temeroso, preservado de sí mismo en una autoprotección, quién sabe si de su propio dolor.

El extraño personaje del relato desdeña el mundo encerrándose en sí mismo y en su casa, en su oikos, convirtiéndolo en un espacio reducido e individual. Una situación que nos evoca las relaciones de la vida urbana distantes y aislacionistas con respecto a la naturaleza. Asimismo nos recuerda el confinamiento actual, el obligado encierro que tiene la finalidad de evitar el contagio por el covid-19. Esta emergencia ha supuesto necesariamente un afrontamiento colectivo frente al impacto negativo del virus. En esta ocasión un elemento de la naturaleza inaprensible, marcado por su propia invisibilidad, ha entrado en la biología humana como consecuencia de la interrelación que mantenemos con ella. La naturaleza, en su dinamismo, se nos muestra en su faceta creadora e incontrolable produciendo ahora turbación, desasosiego e incluso dolor cuando trae consigo la muerte. Un hecho que nos incita a desarrollar una mayor conciencia de la misma y a mantener una relación salutífera con ella.

Y es precisamente su carácter imprevisible e ingobernable una de las razones por las que el ser humano siempre ha aspirado a conocer la sempiterna y dinámica naturaleza, bien sea mediante el mito, el rito o la ciencia. Antaño en las diversas culturas se la mitologizaba. Diosas y dioses y otros personajes se relacionaban de formas muy diversas con los humanos. La arqueóloga Marija Gimbutas, en su libro El lenguaje de la diosa, nos habla de la diosa madre tierra en sus diversos aspectos, entre ellos como regeneradora y destructora. Otra forma de relacionarnos con ella es a través de la ritualización, muy presente sobre todo en las culturas ancestrales y que mediante las ceremonias se buscaba frecuentemente el equilibrio con el entorno. Sin embargo, en esta época de sucesivas crisis ambientales impera el discurso racionalizador cultural de la ciencia que estructura y teoriza sobre ella de forma contundente e incide significativamente en la normativización de la acción y la experiencia humana.

Así, uno de los discursos más extendidos corresponde a la perspectiva antropocéntrica, responsable de que hayamos creado una realidad social que nos ha llevado a categorizar, legitimar sentidos, desarrollar creencias y valores sobre el entorno que colocan al ser humano como rey, gestor y depredador del resto de la naturaleza. Esta concepción, compartida y fomentada desde la economía y la política ha marcado, determinado y modelado nuestra manera de ver nuestro entorno natural, cosificándolo e instrumentalizándolo. Es decir, la naturaleza no constituye un valor en sí mismo, sino que queda convertida en un medio para conseguir un fin que no es otro que el de la ganancia económica y el crecimiento, es decir, colonización y depredación ilimitados.

Es evidente que las ideologías y sus praxis, sustentadas en la percepción antropocéntrica, traen consecuencias devastadoras pues llevan al individuo y a la sociedad a relacionarse destructivamente mediante el abuso y la explotación con los seres vivos y con el medio, es decir con el oikos vivo que él mismo ha cosificado. Sin embargo están presentes otras opciones conocidas, aunque todavía en la práctica sigan sin ser dominantes. Perspectivas diferentes más constructivas y que nos otorgan otras miradas y formas de relacionarnos con la naturaleza. Tales son, a modo de ejemplo, el biocentrismo o el ecocentrismo que tienen en cuenta la trama de la vida, los ecosistemas naturales y la interdependencia que nos lleva a replantearnos la relación que mantenemos con lo vivo y nuestro lugar como especie humana en relación con la vida en toda su extensión y sentido. Experiencias, en definitiva, no destructivas con el ambiente, y que ponen en el centro la vida en su total diversidad, siendo el ser humano, con el resto de los seres, copartícipe con ella.

Es indudable que cada concepción conlleva en sí misma su propia ética. Así, el rasgo del egocentrismo es estimulado por el antropocentrismo y resulta inherente a la ética actual dominante basada en la superioridad de la especie humana con sus efectos destructivos. Los planteamientos ecológicos implican, en cambio, el desarrollo de una actitud más ecuánime y empática, y de una sensibilidad que tiene como fundamento la complejidad de la vida, en donde lo vivo y el entorno natural tienen derecho a ser y a ser bien tratados. Como afirma Aldo Leopold refiriéndose a la ética ambiental: "Una cosa es buena cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es mala cuando tiende a lo contrario".

La autora es doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación