hora que el curso escolar ha finalizado, las familias han recibido las notas y los profesores hemos podido por fin, después de tres meses, levantar la vista del ordenador, ha llegado la hora de proponer a la comunidad educativa una reflexión sobre este final de curso porque, como decía Kierkegaard, "una vida sin examen, no merece la pena ser vivida".

Uno, en su ingenuidad, creía que al llegar la pandemia se iba a decir a los alumnos, por lo menos a los del segundo ciclo de la ESO y Bachillerato: "Muchachos (y muchachas), estamos ante una situación de emergencia que requiere el concurso de todos: padres, profesores y alumnos. Sois ya mayorcitos y os hemos preparado para que podáis hacer un sacrificio extraordinario con el objetivo de que saquéis adelante el curso y lleguéis a los mismos niveles que vuestros compañeros de años anteriores". Pero mucho me temo que lo que se les ha dicho es bien distinto: "Muchachas (y muchachos), no os preocupéis, os vamos a quitar temas, la tercera evaluación no contará más que para redondear al alza las notas anteriores o lo hará en porcentajes ridículos; y los que habéis nacido cansados nada temáis, porque en tiempos de coronavirus no se puede penalizar a nadie, así que podéis, hijitos, seguir navegando con vuestros móviles y tabletas, sin temor, que ni enemigo navío, ni tormenta ni bonanza, vuestro rumbo virtual a torcer alcanza. Un sobreesfuerzo podría dañar irremediablemente vuestros circuitos neuronales y ¡vive Dios! que no lo vamos a consentir". Y si no se les ha dicho esto, se ha dicho o practicado algo muy similar.

Con estos datos es difícil escapar a la sospecha de que se ha producido un aprobado general, pero encubierto, para una parte del alumnado. El hecho de que a la EvAU se hayan presentado este año un 16% más de alumnos parece corroborar esta hipótesis. Sin embargo, aunque así fuere, tampoco cabría concluir por ello que ha ocurrido una catástrofe: la mayoría de los alumnos han superado con éxito dos tercios del curso bien evaluados y en el último tramo algunos incluso han llegado a cotas de excelencia, porque lejos del fragor de las aulas, en la discreta soledad del cuarto, aparte de poder copiar sin mesura, son posibles insospechadas experiencias de pensamiento profundo y palabra verdadera.

Las pruebas de acceso a la universidad (EvAU) de este año, con su optatividad y sus preguntas a la carta, pronto dormirán el sueño eterno en una carpeta que bien merecería el título de "Rebajas y liquidaciones". Muchos aspectos habría que comentar de las pruebas de este y otros años, pero nadie se atreve a decir nada. Me pregunto si los responsables de Educación han intentado alguna vez resolver el misterio de por qué las universidades privadas seleccionan y admiten a sus alumnos antes de que los exámenes de EvAU se hayan realizado.

En todo este asunto subyacen aspectos etimológicos, pedagógicos y psicológicos. ¿Recuerda alguien que trabajo deriva del latín "tripalium", instrumento de tortura compuesto de tres palos? ¿O que laborar procede de "laborare", que significa realizar actividades, pero también padecer y sufrir? ¿Ah, que no lo recuerdan? No me extraña. Después del expolio realizado por los sucesivos planes de estudio en la República de las Letras y Humanidades, que lo recordasen sería un milagro.

No estoy proponiendo un ejercicio de sadismo, sino solamente que recordemos que la exigencia, y su correlato el esfuerzo, son piedras angulares sobre las que, desde el cimiento del homínido, se eleva la construcción de la persona. En su ausencia la educación pierde su digno nombre para convertirse en mero postureo. Soy consciente, mi corazón no es de naturaleza diamantina, del dolor que han sufrido muchas familias. Cuando escribo estas líneas las tengo presentes. Vayan para ellas mis condolencias y toda mi empatía. Yo solo digo que las cosas podían haberse hecho de otra manera. Y también, que se ha desaprovechado una oportunidad para haber educado a los alumnos en los valores morales de la diligencia, la fortaleza y la templanza.

Un segundo aspecto sería de tipo pedagógico. Diversas teorías han ido haciendo su labor hasta dejar instalado en nuestro ordenador cerebral la falacia de que todo tiene que ser fácil, ameno y divertido. La palabra mágica, aunque ajena al castellano, es "gamificación". Es cierto que la escuela romana recibía el nombre de "ludus" y que en la infancia el juego tiene un enorme potencial educador, pero si en los jóvenes el juego no se transmuta en experiencia de placer intelectual en la búsqueda del conocimiento, todo se queda en un fraude. Solo un intonso confundiría juego y placer intelectual.

El tercer aspecto es de índole psicológica y estaría relacionado con la psicopatologización de la vida escolar. Antes, muchas alteraciones de la conducta se prevenían con una azada y una comida sana. Al salir de la escuela los chavales íbamos a trabajar en el campo o a ayudar en las tareas domésticas. Era una profilaxis gratis y sin efectos secundarios, pero nuestra hipócrita e inmoral sociedad califica hoy esto de "explotación infantil". Expertos hay que han alertado de los sobrediagnósticos de los trastornos de la conducta y de los tratamientos farmacológicos subsiguientes; claro, todo eso es relativamente fácil y, sobre todo, muy rentable económicamente. ¿Se han preocupado los psiquiatras y psicólogos de indagar las horas que duermen estos chicos, la cantidad de chucherías que ingieren, las páginas web que visitan de claro en claro y los tóxicos que contienen muchos alimentos? Si lo hiciesen, probablemente se encontrarían con una realidad bien distinta.

Todos estos factores, y otras cosillas que me dejo en el tintero para mejor ocasión, han contribuido a que la vida escolar se haya complicado extraordinariamente. Nunca en educación se habían invertido tantos millones, ni se había contado con un profesorado tan preparado y entregado. Y, sin embargo, los resultados parecen ser bastante anémicos. En educación, como en tantos otros sectores de la sociedad española, sobra autocomplacencia y falta un pensamiento crítico. Los que cobran todos los meses por evaluar el sistema educativo algo deberían decir ante este panorama.

El autor es Profesor de Humanidades en las Enseñanzas Medias