n pocos días comienza en los bosques peninsulares y, entre ellos, en Navarra, la esperada coloración del otoño. No es fácil olvidar los impresionantes paisajes otoñales, pintados de colores, formas y texturas que se corresponden con imágenes casi mágicas. Sin duda, el otoño es una de las estaciones más bellas y hermosas para disfrutar de la naturaleza. Es el momento del año en el que se visten los bosques caducifolios con sus mejores galas y en el que se despliegan la infinita gama de colores que van del ocre al amarillo como si celebrasen una breve fiesta de despedida. O una traca de fuegos artificiales que compensara la vergüenza de la desnudez con el que pasarán los meses más fríos del año. Por eso pasear por los bosques en esta estación es una experiencia que puede llegar a hacer perder el sentido, incluido el de la orientación.

El otoño también es el tiempo oportuno para aprender a distinguir un árbol de otro por sus frutos. En el corazón de cada semilla late un nuevo árbol. Cuando la semilla ha sido esparcida por el viento, termina la última etapa del ciclo anual de un árbol, que volverá a repetirse indefinidamente año tras año. Pero, además, el otoño en la época en que tiene lugar el extraordinario fenómeno multicolor de las hojas.

La gama multicolor que el otoño extiende sobre el paisaje, es sólo la manifestación de una serie de complicados procedimientos químico-fisiológicos, que de forma invisible se desarrollan en las hojas y en los bosques. La caída de las hojas, especialmente llamativa en otoño, no es la única: esta caída se completa con una caída de las hojas en verano. Este procedimiento se puede definir como una especie de caída de emergencia, con la cual los árboles, especialmente en los meses de sequía, se despojan de aquellas hojas que ya no les son de utilidad. El verde es el color más abundante que hay en la naturaleza: todas las diversas tonalidades en hojas y en frutos provienen de una sustancia llamada clorofila, que normalmente se forma mediante la luz del sol. Es por ello que las plantas la necesitan para elaborarla. Todos los procesos de descomposición juntos conducen finalmente al juego multicolor del otoño. Al desintegrarse la clorofila sólo quedan las materias colorantes de color amarillo, dando así paso a las hojas de ese color.

Dentro de esta gama pueden observarse el tono amarillo-rojizo, producido por la carotina, o el amarillo-anaranjado, causado por la xantofila o jantina, sustancias éstas que previamente ya estaban presentes en las hojas. Si ésta tiene aún brillo rojizo es porque todavía conserva restos de azúcar que, con las denominadas flavonas -materias que absorben la luz, especialmente la ultravioleta- se sintetizan formando la materia colorante roja antocianina.

Este pigmento, además de producir el color intenso de las amapolas, el arándano y otras floras, también es el causante de los azules y los violetas. Este componente se encuentra igualmente en la savia de las plantas; si la antocianina es ácida, el color que produce es el rojo, mientras que, si es alcalina, genera el azul o el morado. El roble y el arce tienen sus hojas rojas en otoño, porque la antocianina es de tonos rojos o violetas. Las tonalidades amarillas y rojizas en la hoja indican que ésta está aún viva, mientras que cuando se alcanza el marrón, significa que ya está muerta. Esto sucede porque en sus células ha entrado sin obstáculo oxígeno del aire, provocando con ello un proceso de oxidación. Todo el conjunto de este fascinante proceso natural de descomposición es lo que finalmente conlleva la paleta de colores que nos brinda la madre naturaleza en las especies de árboles caducifolios durante el mágico otoño.

El haya es, sin duda -conjuntamente con el roble y el castaño-, la especie arbórea más espectacular durante los meses otoñales, porque sus hojas proporcionan, entre octubre y diciembre, toda la variedad de tonos que la pupila del ojo humano puede analizar de golpe al contemplar la maravilla de este proceso.

El hayedo es algo más que un bosque: es un pequeño universo que a lo largo de miles de años ha establecido complejas relaciones con las especies animales y vegetales que él habitan. Por su suelo deambulan el gato montés, el zorro, la garduña, el corzo, la comadreja€ Abunda igualmente el jabalí, que en grupos de hasta quince individuos hoza entre la hojarasca y se da baños de lodo en la ribera de los arroyos. El hayedo también sirve de refugio a ratones, topillos y musarañas, que se encuentran a sus anchas entre la hojarasca y los árboles caídos. Si levantamos la vista hacia las copas de los árboles, asistiremos a la eterna lucha entre cazadores y presas. La marta persigue durante la noche a pájaros, ardillas y lirones, en competencia con rapaces como el mochuelo o el imponente búho real. También son predadores nocturnos los murciélagos, a quienes el hayedo proporciona la humedad que necesitan sus alas.

Navarra se beneficia de la situación geográfica que tiene, y, por ello, son unos cuantos los bosques que salpican su territorio, en donde las hayas -Selva de Irati, Urbasa, Aztaparreta, Leitzalarrea, Leurtza, Aralar, etcétera-, se alzan como los reyes indiscutibles de un paraíso de vida vegetal, que estalla en multitud de cromatismos, siguiendo todo un proceso fisiológico sabiamente establecido por la madre naturaleza. En la selva de Irati, los últimos chaparrones del pegajoso verano se convertirán sin querer en las pertinaces lloviznas que anuncian el otoño. La gama de verdes que ha lucido la foresta los últimos meses poco a poco se motea de dorados y ocres. Cerca de la selva de Irati, desde los collados de Organbidexka, Lindus-Trona y Lizarrieta, veremos pasar a las aves migratorias. Cada año, unos cuantos miles de rapaces, decenas de miles de grullas, torcaces, cigüeñas y pájaros más pequeños. La cercanía de este paso migratorio hace que la selva de Irati tenga más importancia en los inicios del otoño, cuando se produce la mayor afluencia de aves al sur.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente