on ya muchas la ocasiones en las que magníficas obras de arquitectura moderna han sido amenazadas o marginadas por diferentes causas: económicas, políticas, culturales, cognitivas, perceptivas, etc., mostrándose con ello la gran fragilidad y vulnerabilidad del patrimonio contemporáneo. A veces sólo interesa lo antiguo, sin prestar ninguna atención a la importancia histórica del objeto, ni mucho menos a la calidad arquitectónica. Esa adoración por lo antiguo conlleva a que en demasiadas ocasiones la arquitectura moderna pierda casi todo o todo su valor.

Fernando Redón Huici (Pamplona, 1929-2016), doctor en Arquitectura y Premio Príncipe de Viana de la Cultura (2004), es el arquitecto del Convento de las Agustinas de San Pedro, construido en 1967 por Carlos Erroz, según Redón, uno de los mejores constructores con los que tuvo ocasión de trabajar. Por entonces en España se libraba la batalla por la modernidad, pero Redón adoptó una lectura diferente en esta obra, más enraizada en el lugar y la tradición, sin abandonar sus deseos de abstracción y pureza.

El convento se sitúa al norte de la ciudad histórica, rodeado por el meandro de Aranzadi, en un lugar cargado de percepciones, sobre el que se alza el baluarte del Redín y las murallas que definen el casco histórico por ese lado. Un campo abierto para probar nuevas formas. Un lugar detenido en el tiempo, aislado y rodeado del sosiego del Arga. Redón decidió asimilarse sin destacar, adecuándose al programa y al lugar.

Sobre esta zona de vegas y arboledas gravitan las murallas, la catedral y las viejas casas de cornisa del norte de la ciudad. No sé si fue por esta especie de telón de fondo, por la forma de ser de las monjas o por ambas cosas a la vez, pero el caso es que desde el principio vi este proyecto de una forma muy clara y muy sui generis. Así nos lo contaba el propio autor.

En el momento actual en el que la emergencia climática exige que los edificios sean eficientes y saludables, cabe señalar que en esta obra la atención que se presta al sol determina en gran medida su configuración. Se abre al mediodía, para captar el máximo soleamiento, y se cierra al norte, acompañando con la arquitectura el movimiento del sol. Es de destacar su claustro rectangular con vértices achaflanados abierto al sur; así como la iglesia del convento, un volumen sencillo y rectangular, con muros opacos y plegados, que recuerda exteriormente a un silo o fortaleza, y con un plano de bordes zigzagueantes como cubierta. Una arquitectura rotunda, de volúmenes herméticos, que se integra en el lugar mediante el material que el entorno le sugirió, el ladrillo. Los materiales empleados no son muchos: ladrillo, teja árabe, pilares y celosías metálicas y estructura de hormigón. Técnicas artesanales y contemporáneas se combinan, creándose una interesante tensión. Fernando Redón muestra sus conocimientos de la arquitectura popular y de la tradición artesanal, y consigue una obra de su tiempo y de todos, sin ambición de contemporaneidad y con ese carácter especial de los conventos, que permanecen invariables a lo largo de siglos, mientras su entorno cambia.

Resulta contradictorio que una obra así, con una calidad arquitectónica reconocida, no solo por arquitectos como Luis Manuel Fernández Salido en su libro Fernando Redón Huici arquitecto, sino también por el propio Plan Municipal de Pamplona, se encuentre abandonada a su suerte y deteriorada cada vez más. Puede llegar un momento de no retorno, en el que el deterioro sea tan grande que haya que darla por perdida, pues perdido esté también su espíritu. No podemos permitirlo. La ciudad se la merece.

Corren tiempos difíciles, de crisis financiera provocada por la crisis sanitaria. Quizá no es posible ahora mismo abordar una rehabilitación y adecuación a un nuevo uso como merece, pero seguro es posible, al menos, mantenerla y conservarla hasta que ello sea factible. Los edificios son comparables a organismos vivos, necesitan un continuo uso y, a la vez un mantenimiento para seguir realizando sus funciones. Además, no sólo significaría la rehabilitación del edificio en sí, sino también la transformación del espacio público que lo rodea como espacio común de convivencia.

Una opción de asegurar su conservación en el tiempo sería incluirlo dentro del catálogo de edificios protegidos del Plan Municipal de Pamplona. Ahora es propiedad municipal, pero si cayera en manos privadas, sin protección alguna, podríamos perderlo definitivamente. Por desgracia, mucho de lo sucedido hasta ahora en cuanto a pérdida de patrimonio moderno es irreversible, pero una reflexión sobre ello debería concienciar a la sociedad para que al menos los males no se sigan agravando.

La arquitectura bien hecha debería ser eterna. Tenemos derecho a disfrutar de ella, a apreciarla física y espacialmente, como diría Juhani Pallasmaa, "en la carne", y también tenemos la responsabilidad y el deber de conservarla para quienes nos sucedan.

La autora es arquitecta-vocal de Cultura Delegación en Navarra del COAVN (Colegio Oficial de Arquitectos Vasco Navarro), en representación de su Junta Directiva