o estaría mal, para no inducir a equívocos, comenzar haciendo una distinción conceptual entre ciencias, pseudociencias y negacionismo.

Fue Mario Bunge, filósofo de la ciencia de reconocido prestigio, quien estableció de modo claro y sucinto los criterios de demarcación entre ciencias y pseudociencias. La ciencia interroga a la naturaleza, es crítica, establece leyes y teorías, obtiene sus resultados mediante el método hipotético-deductivo, presenta sistemas que interactúan con otras ciencias, requiere un denodado esfuerzo de aprendizaje e investigación y somete sus resultados al escrutinio de la comunidad científica. Las pseudociencias, por su parte, admiten elementos sobrenaturales o inaccesibles al examen empírico, exigen una actitud de credulidad, rechazan la crítica, contradicen principios asentados por la ciencia, no interactúan con las ciencias, son fácilmente accesibles y no someten sus resultados a la validación de la comunidad científica.

Por otro lado, se ha venido en llamar negacionistas (en principio denominación para los que negaban el holocausto judío) a quienes niegan la existencia del virus pandémico covid-19 y creen que toda la alarma social está establecida artificialmente para someter por medio del temor a una especie de nuevo orden social, a una especie de reseteo mundial. Aquí las sospechas recaerían sobre nombres o instituciones como Bill y Melinda Gates, la Trilateral, el Foro Económico Mundial o la Organización Mundial de la Salud.

Un servidor no se encuentra entre los negacionistas ni entre los defensores de las pseudociencias. Pero tampoco entre los que practican un cientifismo ingenuo. Gracias a la Filosofía de la Ciencia hoy sabemos que la ciencia no avanza linealmente, sino por crisis y sustitución de paradigmas (Khun); que no es objetiva ni neutra moralmente (Woolgar) porque está sometida a los intereses ideológicos y económicos particulares y de grupo; que no puede exhibir la propiedad de un único método (Feyeraben) porque las distintas ciencias utilizan una pluralidad de métodos; y que además no puede alzarse como única explicación de la totalidad de lo real (todos los filósofos de la ciencia) porque nada tiene que decir de las preguntas sobre el sentido último de la realidad; para ello están la Filosofía, el Arte y la Religión.

Todos estos aspectos parecen ser ignorados por algunos científicos, políticos y medios de comunicación. Lo que ha llevado a imponer una especie de verdad oficial que trata de silenciar u ocultar a las voces discrepantes dentro de la comunidad científica (no pseudocientífica, ni negacionista), que divergen del modo como se ha explicado y conducido la pandemia. Ello, a su vez, ha provocado que una gran parte de la ciudadanía estemos sumidos en dudas, incertidumbres y reticencias.

No negamos, por ejemplo, la eficacia de las vacunas, que demostrablemente han salvado a millones de personas, pero cuestionamos la rapidez con la que se quiere vacunar masivamente a la población. Es sabido que, al menos hasta ahora, asegurarse de los efectos secundarios de una vacuna podría llevar cuatro o cinco años. El argumento de la mortandad y del colapso hospitalario parece olvidar que todos los años hay muertos por causa de la gripe y que, en los picos, los hospitales también suelen estar colapsados.

No negamos que el confinamiento haya ayudado a reducir la pandemia y que en marzo era tal el desconcierto que cualquiera hubiéramos matado moscas a cañonazos, pero mantener hoy restricciones tan severas como las que están llevando a la hostelería a la quiebra parece a todas luces una exageración.

No negamos la utilidad de las mascarillas, tapabocas o barbijos (que así se les puede llamar), pero no se debe ocultar su ineficacia al aire libre (y conste que yo la llevo siempre), dado que para contagiarse habría que estar hablando con alguien unos quince minutos, sin mascarilla, a menos de dos metros y con la suficiente carga viral. ¿Hay que ponérsela? Claro que sí, porque además de su funcionalidad en sitios cerrados, tiene un valor simbólico de respeto a los demás y de recordarnos mutuamente la cautela con la que debemos actuar.

No negamos la eficacia del aislamiento y medicalización de algunas residencias de ancianos, pero poco parece que hemos aprendido. A estas horas deberían estar desmontándose las megarresidencias y estableciéndose un sistema de ayudas para que los ancianos sean atendidos debidamente en sus familias, como es obligación legal y moral, o, en su defecto, en apartamentos tutelados.

Nos preocupa la grave crisis económica que está provocando una gestión política errática y desmesurada. El dinero dedicado a ERTE, a PCR (prueba de dudosa eficacia dado que no se aísla el ARN del supuesto coronavirus, sino todos los virus presentes en ella) y a la futura vacunación masiva podría haberse dedicado a reforzar los centros de Atención Primaria, a salud preventiva y a proteger a sectores como los ancianos y las personas con patologías graves.

Hay científicos (insisto: no pseudocientíficos, ni negacionistas) que, total o parcialmente, discrepan del relato oficial. Desde el Premio Nobel Luc Montagnier hasta el decano del Colegio de Biólogos de Euskadi, Jon Ander Etxebarría; desde el profesor de la Universidad de Illinois, Francis Boyle, hasta la que ha sido catedrática de Diagnósticos Clínicos y profesora de Bioquímica e Inmunología, María José Martínez Albarracín. Todos ellos tienen legitimidad para no ser silenciados y poder manifestar públicamente sus ideas. Es urgente y necesario un debate público entre científicos, filósofos y políticos de todas las tendencias que ponga todas las cartas sobre la mesa y boca arriba. Cuando una corriente científica pretende alzarse dogmáticamente con verdades incuestionables impidiendo la libre y pública exposición de otras explicaciones, pierde autoridad y se acerca peligrosamente a las pseudociencias.

El autor es profesor de Humanidades en las Enseñanzas Medias

No negamos la eficacia de las vacunas, que han salvado a millones de personas, pero cuestionamos la rapidez con la que se quiere vacunar masivamente a la población

Es urgente y necesario un debate público entre científicos,

filósofos y políticos de todas las tendencias que ponga todas las cartas sobre la mesa y boca arriba