n estos tiempos de pandemia que ya dura más de un año, con todas sus lacerantes consecuencias: sanitarias, con cifras de contagios y fallecimientos terroríficas e impactos económicos y sociales como el paro, quiebras, despidos. etcétera abrumadores, pudiera considerarse fuera de lugar preocuparse de las circunstancias peculiares del ahorro, y específicamente las relativas a la práctica eliminación por la banca de uno de los elementos incentivadores del mismo, como es su remuneración a través del interés de los depósitos de clientes.

Sin embargo, es precisamente ahora, en que la pandemia y sus secuelas de todo tipo acrecientan la necesidad de recursos, cuando más necesaria sería la remuneración del ahorro como paliativo para esta situación de precariedad. Bien es verdad que la otra cara de la ausencia de interés del dinero es la existencia de bajos intereses de los préstamos, sobre todos los hipotecarios.

Llegados a este punto quiero hacer algunas consideraciones sobre la actitud de la banca como agravante a estas carencias. De un tiempo a esta parte los bancos, cuya función de intermediación es necesaria, han ido adoptando medidas muy discutibles como reacción a la disminución de beneficios registrada desde el inicio de la Gran Recesión, e incrementada por la actual pandemia. En primer lugar han recortado drásticamente el número de sucursales, al par que impulsado una reconversión enfocada hacia el mundo digital, con notable impulso a la operatoria online a través del ordenador y el teléfono móvil como alternativa a las tradicionales operaciones presenciales

Así pues, las sucursales han sido profusamente dotadas de máquinas dispensadoras de todo tipo, con merma simultánea de mostradores o taquillas ocupadas antes por personal competente. Empezaron estableciendo horarios para las operaciones de caja y hasta han llegado algunas recientemente a suprimir totalmente la tradicional caja. El resultado es la dificultad o práctica imposibilidad de realizar con ayuda del personal, como ocurría antes, las operaciones clásicas de depósito, transferencias y otras. Algunas sucursales han llegado a adoptar el nombre, eso sí en inglés, de store, o sea tienda, albergando en exhibición en su recinto coches, como si se tratara de un concesionario.

Por otra parte, y siguiendo en su campaña de evitar gastos de personal, sustituyéndolo por herramientas tecnológicas y arañar al máximo ingresos, han incrementado notablemente el importe de las llamadas comisiones, de forma que el mantenimiento de una cuenta en una entidad determinada puede llegar a ser algo ruinoso a corto o medio plazo.

El impacto de todas estas iniciativas ha sido, en general, muy negativo para muchos clientes, especialmente aquellos que por su edad pueden difícilmente familiarizarse con el manejo de máquinas de cierta complejidad. Es frecuente observar a clientes ancianos observando, entre enfadados y desorientados, este cambio adverso de decorado, mientras buscan a alguien amable del personal que les pudiera echar una mano. Asimismo, el cierre de sucursales, que probablemente se va a acelerar en los próximos años, ha dejado sin acceso o dificultado el mismo, a un contingente cada vez mayor de personas, sobre todo en la llamada España vacía.

Resumiendo: la conjunción de ausencia de remuneraciones por los depósitos, cierre de sucursales, peor atención al interactuar con máquinas en vez de personas y comisiones onerosas, unido al recuerdo de los millonarios rescates a cargo de los contribuyentes, nos ofrece un panorama cada vez menos propicio para empatizar con la banca. Todo ello en un momento duro, en que está surgiendo una competencia activa por parte de todo tipo de entidades, entre ellas especialmente las tecnológicas, que, exentas de las estrictas regulaciones a las que se somete la banca, pueden amenazar seriamente sus beneficios.

La reacción de la banca ante esta delicada situación de su negocio con las medidas antes enumeradas no nos parece inteligente. Puede intentar salvar sus beneficios en el corto plazo, pero el descargar en los clientes sus problemas, dando en definitiva un peor servicio, no hará más que agudizar la situación. Es como si un comerciante, que ve disminuir sus ingresos por distintas causas, intentara incrementarlos con peor trato al público y aumentando además los precios. En resumen, ésta sería una política nefasta y perdedora a medio plazo. Peor el remedio que la enfermedad. Ha habido ya serios avisos en los medios sobre estas prácticas contraproducentes, pero con escaso éxito hasta la fecha.

Retomando el tema de la remuneración del ahorro, que es vital en toda sociedad por ser la clave de la inversión, con sus derivadas de empleo, apoyo al comercio e industria, innovación y, en definitiva, productividad y progreso social, es evidente que otra manera de sacar rendimiento al ahorro, aparte de la inmobiliaria, que no está en su mejor momento ahora por la pandemia, es acudir a los mercados de capitales mediante la adquisición de participaciones en fondos de inversión, acciones o participaciones societarias, bonos, obligaciones, en bolsa o mercados organizados o no. La deuda pública es otra opción o la adquisición de oro u otros metales, arte, vinos u otras mercancías con posibilidades de revalorización, ¡cuidado con los sellos! Todas estas alternativas tienen el inconveniente del riesgo para personas no versadas en temas financieros, además del posible peso de las comisiones de los gestores de los fondos, impacto fiscal, etcétera.

La inversión en Bolsa en empresas consolidadas es una opción interesante, sobre todo en los ramos de la energía, especialmente las renovables. Las empresas tecnológicas y las farmacéuticas pueden ser atractivas, también, en estos tiempos de competición por las vacunas.

La Bolsa puede ser una alternativa válida, al ser un mercado con profusa regulación a cargo de los organismos estatales pertinentes, pero encierra riesgos añadidos a la evolución de las empresas, tales como los derivados de las llamadas operaciones de iniciados, objeto de tipificación penal, pero no obstante existentes, por sus posibilidades de pelotazo o ganancia rápida. Básicamente consisten en que un accionista opere con información confidencial, de carácter relevante y desconocida por el resto de los accionistas, comprando o vendiendo determinados valores y consiguiendo, por tanto, suculentos beneficios a costa del accionista que ignora tal información.

Otra práctica nefasta, pero en general admitida, es la de las operaciones en corto, cuyo meollo es la toma en préstamo de acciones de una entidad en dificultades, su venta inmediata, seguida de recompra a precio inferior y devolución del préstamo, lucrándose el operador en corto con la diferencia entre el precio de venta y el deprimido, y decididamente buscado, de recompra. Esta práctica, que debería estar prohibida, ha dado origen últimamente a varias convulsiones bursátiles, como la reciente de GameStop, destacando casos en España como la quiebra informal del Banco Popular, seguida de la confiscación de sus valores a los accionistas del Banco.

Respecto a inversiones en bitcoins o criptomonedas, pensamos que deben quedar restringidos a inversores que asuman sus riesgos: manipulación, falta de transparencia y de garantías, entre otros. En definitiva ¡abstenerse los legos en finanzas!

El autor es abogado

El cierre de sucursales ha dejado sin acceso o dificultado el mismo a un contingente cada vez mayor de personas, sobre todo en la llamada 'España vacía'