l mundo entero ha seguido con interés e inquietud, hace pocos días, las vicisitudes del bloqueo del Canal de Suez, por parte de un enorme barco atiborrado de contenedores, el Ever Given, embarrancado en su trayecto. Es bien sabido que este canal constituye una arteria crucial en el comercio mundial, pues no en balde representa la vía de comunicación más utilizada en el tráfico entre la potente industria manufacturera asiática, sobre todo de China, la fábrica del mundo y de otras naciones como Vietnam, Taiwan o Singapur y los consumidores o industrias de transformación europeas.

El istmo de Suez, delgada franja de tierra que separa el Mar Mediterráneo del Mar Rojo, en que se ubica el canal y por extensión lo que denominamos Oriente Medio, ha sido a lo largo de la historia una ruta muy transitada por ambiciones políticas o razones comerciales. Mucho antes de que se construyera el canal, la zona había sido testigo del deambular de soldados y mercaderes, desde las mesnadas de Alejandro Magno, en el siglo III antes de Cristo, hasta Napoleón y la llegada del Imperio Británico, ya en el siglo XIX, pasando por los romanos, los cruzados, y al fin los os otomanos, desde mitades del XV, con la conquista de Constantinopla.

Remontándonos precisamente a la segunda mitad del siglo XV, nos encontramos con un bloqueo mucho más peligroso que el del portacontenedores descomunal actual. En efecto, la zona queda estratégicamente situada en la ruta frecuentada sobre todo por portugueses, extraordinarios navegantes, hacia Oriente, como bien lo sabemos por nuestro paisano Francisco de Javier. ¿Qué buscan nuestros vecinos ibéricos? Lo sabemos bien: las especias. Sobre todo la canela y el clavo, que por sus propiedades como condimento, o incluso farmacológicas, eran un objeto extraordinariamente cotizado en su tiempo..

¿Cuál es el obstáculo que se interpone? Nada menos que el Imperio Otomano o Turco, enemigo declarado entonces de los países cristianos. Hacía falta, por tanto, buscar una nueva ruta, más larga sí, pero más libre de potencias enemigas. Hay que contornear África, llegando hasta el Océano Índico a través del Cabo de Buena Esperanza. El premio es llegar al fin a las Islas Molucas o "de las especias". Portugal las ha encontrado antes y piensa ya extraer sustanciosos beneficios comerciales. Aparece entonces un navegante portugués, Fernando de Magallanes, quien, irritado por el desprecio del rey de su país, se propone dirigir una expedición por la ruta citada hacia las codiciadas islas. Estamos en 1519: Carlos I de España ve la posibilidad de emular y aun superar a sus vecinos portugueses, escucha a Magallanes y auspicia la formación de una flota de cinco naves, que parten en agosto en busca de las míticas islas.

El vasco Juan Sebastíán Elcano comanda una de las naves, que salen desde Sanlúcar de Barrameda. El objetivo es netamente comercial, aunque de paso se convierte en lo que llamaríamos posteriormente como "la Primera Vuelta al Mundo", cuyo final, tras localizar las Molucas y hacer buen acopio de especias, sobre todo clavo, tuvo lugar a primeros de septiembre del 1522, también en Sanlúcar. Viene al mando Elcano en la única nave restante, la Victoria, después del fallecimiento del comandante Magallanes, a mitad de viaje, en una emboscada instigada por algunos caudillos nativos, en las Islas Filipinas.

La aspiración de comunicar el Mediterráneo con el Mar Rojo y el Índico, a través de un canal, vieja ya desde la época de los faraones y romanos, se convirtió en realidad, muchos años más tarde, gracias a los sueños activos del francés Ferdinand de Lesseps. Así, tras incontables gestiones, laboriosas negociaciones y el sacrificio y aún la vida de muchísimos trabajadores, el Canal de Suez se convirtió en una gozosa realidad con su solemne inauguración en 1869.

El tráfico por el canal , siempre considerable, se fue incrementando gradualmente, a medida que los países ribereños de ambos mares se fueron desarrollando. El despertar de China y su industrialización, sobre todo a partir de los años ochenta con las políticas de Den Shiao Ping de apertura comercial, supusieron un auge descomunal en el tráfico marítimo por el mismo, alcanzando cifras jamás soñadas, como las de más de cien buques diarios y además de tamaños inmensamente mayores, especialmente desde la introducción de los contenedores como elemento fundamental del transporte. Las más de 200.000 toneladas de desplazamiento, y más de cuatrocientos metros de eslora, de barcos como el Ever Given, que cargan 20.000 contenedores cada uno, hablan por sí solas. Por tanto, se puede asumir el enorme contratiempo que el accidente de ese portacontenedores supone para el comercio mundial. ¡una verdadera catástrofe!

Afortunadamente el problema, atribuido por los egipcios a condiciones meteorológicas adversas y por otros a fallo de diverso tipo, se solucionó en apenas una semana, restableciéndose gradualmente el flujo normal del tráfico marítimo, por los 157 kilómetros de suelo egipcio, con gran alivio para las arcas locales y singularmente para los negocios internacionales.

No quiero, sin embargo, dejar de anotar la impresión que producen estas montañas de contenedores, deambulando como fantasmas en la cubierta de buques enormes por el desierto egipcio, sin ofrecernos apenas ninguna traza de identidad reconocible. Sin mástiles, sin chimeneas, proa ni popa, parecen extraños semovientes futuristas. Nadie duda de su utilidad y conveniencia, pero la estética no es su fuerte, evidentemente. Nada que ver con aquellos antecesores suyos de airosas velas y orgullosas proas de diosas míticas o heroínas legendarias, que desafiaban impertérritos las olas por los siete mares.

¿Qué se hicieron de aquellas embarcaciones de vela latina, gráciles goletas, recios bergantines, corbetas ligeras y fragatas soberbias, que otrora surcaron los mares, seduciéndonos con su apostura? Nos quedan en el recuerdo, al igual que las modestas carabelas descubridoras y más tarde los imponentes galeones, que trajeron riquezas de países lejanos, pero también sones de guerra en sus cañones. Admiramos su estética y la elegancia de sus mástiles y velas, más tarde sustituidos por calderas o motores, garantes si de mayor seguridad y rapidez en sus singladuras.

Se hace difícil pensar en que estos enormes portacontenedores, metáfora del capitalismo consumista, puedan producir la emoción y el ansia de aventuras, poesía, o románticas leyendas, que suscitaron antes los navíos a vela. Aquellos relatos de Robert Stevenson, Daniel Defoe, Emilio Salgari y otros, que tanto capturaron nuestra imaginación de adolescentes o ya mayores, pervivirán en nosotros como recuerdo de otros tiempos, quizás más simples, con sus luces y sombras, pues no ignoramos que, a pesar de sus apariencias de gracia y belleza, la vida en el mar encerró siempre graves riesgos y penurias lacerantes.

El autor es doctor en Derecho

El despertar de China y su industrialización supusieron un auge descomunal en el tráfico marítimo

por el Canal de Suez, alcanzando cifras jamás soñadas

No quiero dejar de anotar la impresión que producen estas montañas de contenedores, deambulando como fantasmas en la cubierta de buques enormes por el desierto egipcio