Naturalmente, en la demarcación del paisaje influyen todos los factores que hacen de la vida una constante llena del sentido de lo espiritual y de lo pragmático. El practicismo de lo tradicional condicionado por el fundamento de la escasez, por el buen reparto que diera futuro a la comunidad de la que dependía el individuo. O contrariamente, la versión progresista de un futuro donde la abundancia liberase al hombre de la esclavitud de verse sometido a la dependencia de la materia que le ha de alimentar, vestir, cobijar, etcétera. Nada de esto, en lo básico, ha cambiado con los nuevos tiempos, salvo para una privilegiada clase que no dista tanto de los emperadores y reyes del antiguo estadio cuya determinación en función de supuestas realidades terrenales y ultraterrenales se encargaban de administrar el reparto. Lo que consigue hacer que un filósofo como Köner, en línea con lo estudiado por el antropólogo Wagner, tenga a bien realizar la siguiente consideración: "He intentado mostrar que pueden existir debates racionales entre un hanunóo (primitivo perteneciente a una etnia filipina) y un cartesiano (moderno seguidor de Descartes y de la Ilustración) sobre las ventajas de categorizar a los animales junto a las cosas. Pero el hanunóo que simplemente afirma que el cartesiano confunde entre sí dos categorías distintas sólo está diciendo que el cartesiano, si fuese un hanunóo, confundiría sus categorías. Y eso [sentencia] aunque se diga en un tono rimbombante no es decir gran cosa". Serían mundos, en todo caso, con cierres categoriales muy diferentes protagonizados por una misma mente: la humana.

De cierres y aperturas nos habla el coreano Byung Chul Han respecto de la aldea y de lo global distanciado por el imperativo neoliberal. El del paisaje en cuanto nos incumbe directamente termina transformado en lugar. Si de verdad obedeciésemos a nuestra ansia imperativa de dominio del mundo, este lugar no sería otro que el orbe entero. Es lo que nuestra sociedad de consumo ha conseguido interioricemos con sus preprogramados tours garantizando en cualquier lugar de globo terráqueo las comodidades de nuestra habitual estancia. O bien, simulando adrenalínicos absurdos riesgos para la artificiosa apariencia de encontrarnos fuera de la habituada normalidad. Y para acceder a ello necesitamos instalarnos transicionalmente en cualquiera de los nodos creados por esa tupida red de no-lugares consistente en aeropuertos, estaciones, hoteles, etcétera diseminados por el mundo. En su negatividad son lugares que garantizan un occidental estilo y modo de vida globalizado.(Los no-lugares -cabe recordar aquí la definición dada por Marc Augé- "son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de las personas y bienes [...] como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta [según añade el antropólogo], "pues vivimos en una época, bajo este aspecto también paradójica: en el momento mismo en que la unidad del espacio terrestre se vuelve pensable y en el que se refuerzan las grandes redes multinacionales, se amplifica el clamor de los particularismos: de aquellos que quieren quedarse solos en su casa o de aquellos que quieren volver a tener patria, como si el conservadurismo de los unos y el mesianismo de los otros estuviesen condenados a hablar el mismo lenguaje: el de la tierra y el de las raíces").

Escrito este parágrafo en el para muchos lejano 1992, desde luego se puede confirmar que no haya perdido un ápice de actualidad, salvo por el pandémico accidente que bien hubiera podido formar parte de la filosofía del urbanista Paul Virilio (puesto que tal y como también cabe recordar aquí, en entrevista realizada al último por Philippe Petit, en El Cibermundo, la política de lo peor, el accidente obra como "un milagro al revés. Es un revelador último que nos permite evaluar los estragos del progreso".)

Con la progresiva desescalada de esta fronterización sanitaria que ha supuesto el confinamiento hemos redescubierto en progresiva gradación, experimentándolo como una liberación, el paisaje más cercano. Desde el patio, pasando por la plaza, hasta llegar al monte o playa más próximos. Para muchos, entre los que me cuento, ha supuesto un retorno a la añorada infancia donde las inquietantes expectativas que generaba el futuro en abierto eran conciliadas por la atemporalidad presente en el entorno, de su cierre paisajístico. Lo que siempre había estado ahí, por encima y por debajo de la acción humana. La temporalidad pensada como complemento de una espacialidad sin tiempo. Aunque luego llegase la nueva antropología de los que iban avanzando la idea de una humanización de nuestro entorno desde tiempos inmemoriales, que en mi época venía arrancada desde el neolítico y ahora lo hace desde Atapuerca derivando en el principio de la antrópica acción.

Paradójicamente, recuperando el paisaje parece ser iniciamos el progresivo restablecimiento de un horizonte del que tan necesitados estamos, recomenzando la ruta desde una curiosa acción retro-proyectiva. Es decir, una vuelta al punto de partida con el objeto de alcanzar la meta marcada antes del accidente. Somos, así, irremediablemente conservadores por naturaleza. Y en nuestro voraz emprendimiento capaces de aniquilar todo obstáculo con tal de conseguir el ideal del objeto a alcanzar, paisaje incluido. En definitiva, conciliamos en nuestra marcha principios arqueológicos con teleológicos -en la metafísica visión del pensador Paul Gilbert-, mediante una especie de nomadismo de la inmovilización promovido, entre otras cuestiones, por las nuevas tecnologías que facilitan el trabajo, el consumo y el aprendizaje sin la incomodidad del desplazamiento. Preludio, tal vez, de una nueva era de obligada sedentarización.

El autor es escritor

Naturalmente, en la demarcación del paisaje influyen todos los factores que hacen de la vida una constante llena del sentido de lo espiritual y de lo pragmático