l encarecimiento del precio de la luz estos últimos meses ha sacado al debate público un problema que estaba latente: el deficiente diseño del sistema eléctrico español.

Las primeras reacciones que escuchamos por parte de los responsables públicos podrían calificarse como bochornosas: pedir "empatía social" a las eléctricas, como hacía la ministra Teresa Ribera; o "hacer frente en las calles" a la subida de la luz, como planteaba Podemos, eran propuestas que, además de simplonas, vaciaban de contenido al poder público y parecían decir a la sociedad que la resignación es la única alternativa posible.

Por su parte, las voces más populistas de UPN responsabilizaban directamente a Sánchez de la subida, olvidando que su tradicional socio, el Partido Popular, fue el principal artífice del mercado disfuncional que nos aqueja, y que la mayoría de peajes y cargas que engordan la componente regulada de la factura fueron puestos en marcha durante el primer gobierno Aznar, mostrando un profundo desconocimiento del mercado eléctrico.

En Navarra, el debate sobre la reforma del sistema eléctrico se solapa con otro más amplio, sobre el modelo energético en su conjunto, que enfatiza en cuáles deben ser las tecnologías de producción eléctrica y su modo de consumo.

En lo que respecta al modelo de producción eléctrica, comparto una intuición con las plataformas sociales que se oponen a la instalación de nuevos parques eólicos: el sistema está viciado. Se transfieren cuantiosas rentas a fondos de inversión vía peajes y cargas reguladas, se pagan compensaciones por capacidad a centrales que llevan más de 15 años sin usarse y las subastas de energía son ganadas por empresas cuyo único objetivo es especular con los megavatios adjudicados. La intuición de estas plataformas sociales no es desacertada y apunta a un problema cierto. Aquella fallida liberalización de finales de los años noventa nos dejó un modelo perverso que pone a la sociedad a los pies de las empresas del oligopolio eléctrico.

Sin embargo, posponer cualquier avance en el aumento de producción de energía renovable hasta que no se reforme el sistema eléctrico español es ilusorio y nos condena a seguir aumentando emisiones de efecto invernadero en unos años cruciales para lucha contra el calentamiento global. Teniendo en cuenta el actual modelo energético navarro, anunciar que hasta que se complete la transición energética el mero decrecimiento va a ser suficiente para suplir el hueco térmico que tenemos no es realista.

Excluyendo el transporte, donde la dependencia del petróleo es absoluta, en Navarra el consumo energético no proveniente de energías limpias es del 77%: de los 13.857 GWh consumidos al año, nos encontramos con que 10.627 GWh provienen de energías en mayor o menor medida contaminantes (41% de gas natural, 11% del petróleo y derivados y 10% de otras eléctricas como térmica y cogeneración). Esta cantidad no se sustituye apagando el interruptor o poniendo lavadoras por la noche.

En una sociedad industrial como la navarra, donde el 58% del consumo eléctrico es industrial y sólo el 27% es doméstico, apelar únicamente a un consumo más responsable como excusa para no aumentar capacidad renovable es tratar a la ciudadanía con un infantilismo impropio de una sociedad madura.

Navarra cuenta con importantes empresas electrointensivas (empresas de mecanizado, estampaciones, papeleras...) que tendrían que disminuir notablemente su producción para que esta propuesta decrecentista tuviera algún efecto. Un argumento central y comprensible en contra de la instalación de capacidad eólica es que esos proyectos son ejecutados por constructoras multinacionales, como Sacyr, sin ningún interés en los valles afectados, dando a entender que si la propiedad de dichos parques fuera pública o distribuida el proyecto sería más asumible.

Según IRENA (Agencia Internacional de Energía Renovable), el coste de instalación de un kilovatio eólico ascendía en 2019 a 1.315€. Según estos cálculos, para llegar al 50% de consumo eléctrico de origen renovable, necesitaríamos una inversión de 1.531 millones de euros, casi la mitad del presupuesto de Navarra. Y esto sin incluir el transporte, ya que para electrificar al menos un 25% de nuestro parque móvil necesitaríamos 2.232 GWh más de potencia, que tendría un coste de 868 millones de euros adicionales. A menos que queramos hacer un pan con unas tortas usando gas natural o derivados del petróleo para esta transición, deberíamos saber si nuestro sector público está en condiciones de soportar ese plan de inversiones. Nada me gustaría más que un programa plurianual destinado a la generación de energía pública verde, pero ignorar el coste que tendría es vender mercancía averiada.

A futuro, es innegable que vamos a tener que asumir unas pautas de consumo más responsable. Como sociedad, tendremos que encontrar aquel punto entre el exceso y la abstinencia que nos haga entender la energía como el bien preciado que es. Pero jugarlo todo a la carta del decrecimiento y al inmovilismo hasta que el sistema eléctrico español se arregle es tan populista como las medidas arriba señaladas.

Los defensores de esa teoría deberían plantear con claridad cuál es su mix de energía deseado, con qué energías contaminantes se va a sustituir la eólica no instalada, cuántos millones de toneladas de Co2 se van a emitir, con qué reducción de consumo se va a complementar el hueco térmico, qué empresas van a tener que cerrar o reducir producción, cómo se va a gestionar el desempleo resultante y, ante todo, cómo mantenemos nuestro Estado de Bienestar en este escenario.

A pesar de las notables diferencias, partimos con una ventaja: la imagen del modelo energético del futuro es compartida por defensores y detractores. Debe basarse en una generación limpia, con predominio del autoconsumo y basado en comunidades energéticas locales. Sin embargo, plantear la transición hasta ese objetivo es base a eslóganes y opiniones no contrastadas puede hacernos descarrilar por el camino.

Aquella fallida liberalización de finales de los 90 nos dejó un modelo perverso que pone a la sociedad a los pies de las empresas del oligopolio eléctrico