a toma de conciencia en la lucha contra el cambio climático ha llevado ya a objetivos políticos. Por ejemplo, tratar de lograr la neutralidad de carbono para 2050 (Europa, Estados Unidos), 2060 (China) o incluso 2070 (India). Estos escenarios de “cero neto”, es decir, sin un excedente de gases de efecto invernadero en comparación con las capacidades de almacenamiento natural o artificial, todavía requieren mucha imaginación. Implican un desafío técnico, político, social y económico: renunciar a los comestibles fósiles (carbón, petróleo y gas) en gran medida. En otras palabras, deshacerse en las próximas décadas de las principales fuentes de energía actuales: más del 80% del consumo actual.

No es fácil definir el camino correcto hacia esta transición energética de descarbonización que respete nuestras responsabilidades en la lucha contra el cambio climático con las generaciones futuras y penalice lo menos posible a las generaciones actuales, especialmente los vulnerables, con alzas de precios energéticos que se traducen en una elevada inflación.

A nivel político, los estados tienen una herramienta: la fiscalidad del carbono emitido (CO2 y CH4-metano), cuyo precio ya se ha triplicado en Europa, durante el último año, hasta alcanzar los 80 euros por tonelada. Además, sin que esta sea una solución exclusiva, se puede abogar por la introducción de un impuesto redistributivo al carbono emitido y sobre las ganancias de los productores de energía, de modo que generen ingresos fiscales o parafiscales que puedan ser utilizados para compensar las pérdidas de los hogares más modestos por la inflación de precios.

Ahora bien, hay que aclarar que la inflación observada últimamente en Europa se debe principalmente a una gran demanda por la recuperación económica, después de un mejor manejo de la Covid-19 y una escasa oferta de productos por la crisis de la pandemia. También ha influido el alza en los precios del petróleo y el gas. Aparte de los efectos del cambio climático, que provoca fenómenos meteorológicos extremos (sequía, inundaciones, incendios, etc.), lo que hace que la producción de cultivos sea más errática y ocasione una subida del precio de los cereales (especialmente el maíz y el trigo), el aceite vegetal o el azúcar, con un incremento medio del 28% para 2021, según la FAO. Las causas de este fuerte aumento están relacionadas con los problemas de suministro y la ruptura de las cadenas por la crisis sanitaria y por la subida de los precios de la energía, especialmente del petróleo como se acaba de señalar.

El clima, con menos sol y viento, ha tenido también un efecto negativo sobre la producción de la energía solar y eólica, lo que ha resultado en la necesidad de recurrir al gas, con precios más elevados en esta crisis. La transición energética ha tenido el efecto de una subida del precio del carbono emitido. Por ello, la inflación vista hay que buscarla en la relación demanda-oferta, en los precios de los combustibles fósiles y en el cambio climático más que en la transición energética. Queremos subrayar esto porque algunos han tildado esta inflación como “coste de la transición energética”.

Una inflación que será estacionaria en lo que se refiere al factor de la relación demanda-oferta, ya que irá aumentando la oferta para responder a esta mayor demanda por la recuperación económica. Respecto a la influencia del otro factor del alza de los precios del petróleo y el gas en la subida de los precios, es difícil de predecir por la vulnerabilidad de este mercado que depende de factores políticos y económicos.

El efecto de la transición energética sobre la inflación, como se ha visto en mi artículo de opinión publicado en este diario el 14 de julio de 2021, será mayor al caminar más hacia la neutralidad de carbono prevista en Europa para 2050 por la gran inversión en las energías renovables, aislamiento de edificios, en equipos de transporte, almacenamiento de CO2 y, especialmente, en el almacenamiento de la energía mediante el hidrógeno verde (electrolisis del agua mediante energías renovables) y baterías por su alto coste actual. Es necesario mayor esfuerzo en la investigación y desarrollo para conseguir un abaratamiento de la producción y particularmente en el almacenamiento de las energías renovables.

En lo que respecta a la inflación actual por las ayudas públicas: para los macroeconomistas, a pesar de su aumento, hay una buena posibilidad de que, en retrospectiva, veamos que la gestión económica en la Unión Europea de los últimos dos años de pandemia del Covid-19 se puede considerar como un triunfo de esta política solidaria de inyección de dinero europeo buscando la recuperación económica y el empleo: estimular la economía con ayudas públicas en Europa aumenta la demanda frente a la oferta y con ello la inflación. No hay duda de que podríamos haber tenido una inflación más baja en este momento si hubiéramos aceptado una política de recuperación económica y del empleo más lenta. Sin embargo, restaurar el empleo era más importante que evitar la inflación. ¿Por qué? Aunque es cierto que la inflación erosiona los ingresos reales, hay pruebas de que mantener el empleo es extremadamente importante por razones que van más allá del dinero. Los empleos generan ingresos, pero, también para muchos trabajadores, traen dignidad, de modo que estar desempleado afecta al bienestar mucho más de lo que se puede explicar simplemente por la pérdida económica personal. Es previsible que se produzca una alta inflación este año y el siguiente, pero mucho menor en los próximos cinco años, lo que es implícitamente un pronóstico de retorno a la normalidad.

Hasta ahora, entonces, parece que estamos ante una recuperación económica rápida de un shock económico devastador (primavera de 2020), a costa de un aumento desagradable pero probablemente temporal de la inflación, del cual la transición energética no es la principal causante. Y teniendo en cuenta de lo que podría haber sucedido, eso equivale a un triunfo.

El autor es doctor en Ciencias Químicas. Director de Sustainable Development Over-seas Programme