El escándalo saltó a la prensa hace un par de semanas: “La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) acababa de imponer una sanción histórica a varias de las mayores constructoras españolas. Nada menos que 203,6 millones de euros por amañar concursos públicos en el periodo incluido entre 1992 y el 2017”. Estas prácticas anticompetitivas no solo afectan al sector de la construcción, sino que inciden también en otros varios.

Es un lugar común que el capitalismo y sus más eximios representantes y propagandistas, los grandes empresarios, defienden con aparente pasión las virtudes del mercado y la libre competencia. Sin embargo, los hechos desmienten tozudamente sus proclamas teóricas en demasiadas ocasiones.

Ya el venerado patrón del liberalismo económico, el economista escocés Adam Smith, en su libro de culto La Riqueza de las Naciones, introduce párrafos en que manifiesta su desconfianza en que los empresarios respeten el libre mercado, confabulándose, por el contrario, para anular o amañar la competencia.

No se engañaba este apóstol del liberalismo económico en sus augurios. La letra de sus doctrinas sobre las ventajas del mercado, la paradoja de que buscando cada operador su propio interés se lograra un satisfactorio funcionamiento del mercado, guiado por una supuesta mano invisible, sonaba casi idílica, pero su aplicación práctica ha resultado problemática.

Como buen conocedor de la naturaleza humana, Adam Smith no ignoraba sus debilidades y egoísmos, y por eso compaginó sus doctrinas propiamente económicas con principios filosóficos y recomendaciones morales. Su otra obra, Teoría de los sentimientos morales, así lo atestigua.

Ante tales desviaciones y corruptelas es obvio que tenía que actuar el Derecho como sistema de límites, a través de normas compulsivas o incluso penales, en defensa del bien común.

En la época de Adam Smith, el siglo XVIII, no existían, en general, grandes empresas privadas. Había, sí, algunas empresas en régimen de monopolio de carta o concesión real y privilegios exorbitantes, como la Compañía de las Indias Orientales, en el Imperio Británico, que llegó a tener hasta un ejército propio, o, en menor escala, la Compañía Guipuzcoana de Caracas, entre otras, en el Imperio español.

Es sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, al hilo de la Revolución Industrial y la acumulación de capitales privados, cuando se crean las grandes corporaciones y se introducen, también, las malas prácticas que tratan de maximizar beneficios, forjando pactos de no competencia en forma de fijaciones de precios, reparto de mercados o abierta monopolización de mercados concretos, con abuso de posición dominante y eliminando cualquier forma de competencia.

Un caso paradigmático es el de los Estados Unidos, la potencia industrial emergente en la segunda mitad del XIX, sobre todo en sectores como el petrolífero. La Standard Oil y su gran patrón, John D. Rockefeller en asociación con el financiero J.P. Morgan, abusaban de su posición dominante monopolizando la producción y comercialización del petróleo al calor del desarrollo de la industria automovilística, provocando la intervención del poder público en defensa del bien común.

Las Leyes Sherman y Clayton de 1890 y 1914, respectivamente, seguidas después de muchas otras, fueron la respuesta legislativa ante notorias prácticas anticompetitivas y monopolistas estadounidenses. El presidente Theodore Roosevelt, de ideología republicana, fue, sin embargo, el brazo ejecutor principal de estas medidas, que desde entonces han ido acumulando un acervo normativo relevante que ha inspirado a su vez abundante legislación en numerosos países.

Así, la Unión Europea se preocupó desde su fundación de prohibir estas actividades anticompetitivas, quedando plasmada la regulación en los arts. 101, 102 y siguientes, (herederos de los 81 y 82 originales). En España la Ley correspondiente, 15/2007 de 3 de julio, se encuentra gestionada por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), el autor, como arriba hemos indicado, de la sanción impuesta a seis de las mayores empresas constructoras.

A pesar de toda esta panoplia legislativa demasiadas grandes empresas siguen violando los principios de libre competencia que tanto alardean defender. Según el regulador español el cártel en cuestión se desarrollaba a través de reuniones semanales para tomar café, donde tales empresas “establecían los criterios de coordinación de las ofertas a presentar en los diversos concursos ministeriales”, eliminando la competencia.

Los miles de concursos públicos amañados en los 25 años transcurridos han seguramente infringido un daño económico muy superior al de la multa impuesta, que, a no dudar, exige la máxima reparación. El llamado cártel del AVE en los concursos de ADIF es otro ejemplo flagrante a disciplinar. El veto o inhabilitación para concurrir en concursos públicos a tales empresas podría tener, apuntan muchos autores, un mayor efecto disuasorio en evitación de estas prácticas espurias contrarias a la libre competencia.

¿Existirá voluntad política para ello?

El autor es doctor en Derecho