Una diminuta delegación del dominio globalizado bajo la égida del esteticismo consumista, se encuentra, como artístico laboratorio de experimentaciones varias, en la localidad de Uharte (bien pudiera decirse de la misma ser la Urartu del Arga y el Ultzama). Tierra Media de la no lugaría y, en cierto modo, al menos autobiográficamente, de la desesperanza. Siempre me ha llamado la atención que este dominio cuente por emblema con un Grifo/Grifón de asiria procedencia; ente fantástico próximo al cercano mesopotámico valle creado por la divisoria entre Tigris y Éufrates. Son reminiscencias, si se quiere, imaginarias de calenturienta mente embriagada por la promesa emancipadora que en su día ofreciera la posibilidad de contar con un oasis desde donde, tras pecar a conveniencia, alimentándonos del árbol prohibido de la ciencia, del conocimiento y de las artes, poder acceder a un nuevo y mejor lugar para todos.

Contrariamente, ese lugar cuenta desde hace unos años con un oscuro catafalco, donde viene ritualizándose el dolo del duelo por un arte finalizado, a modo de, mayormente, virtualizadas prácticas y seminales discursos con los que engrosar el curricular camino del arte burocratizado. O eso, al menos, es lo que trasciende. Aunque también pueda ser cierto que esta situación obedezca a la nueva programática realidad, puesto que no conozco, últimamente, aspirante a artista poseedor de una licenciatura cuya meta no sea la de formar parte del funcionariado de la cosa y de su objeto. Lo que tiene una explicación en esa necesidad de amparo nietzscheano de aquel Humano demasiado humano, así como en la Potestas clavium, de la obra del ruso Lev Shestov, por la cual en la tradición católica una élite dictamina y ata a los intereses de un supuesto mundo todo quehacer.

Son en todo caso gestores de la conservación del legado revolucionario que otros en su día realizaran. Y que, como en el caso de la cercana fundación Oteiza llegaran, incluso, a tener la osadía de vetar el acceso a la recién creada institución, sin previa comunicación, a quien nominalmente fuera mentor y creador de la misma. Como asimismo ha sido, en otro sentido, el caso del cercano centro Uharte, cuya primera comunicación pública recogida en la revista de ámbito local Hiru Herri, de abril de 2000, relataba la filosofía del mencionado dotacional bajo encabezamiento de: “Centro del Arte. Ayuntamiento de Huarte, Patxi Buldain, la asociación Irudimen y familia del artista proyectan la creación de la Fundación Buldain y de un museo en la villa”. Era la culminación de una década de dedicación y trabajo en aras de la consecución del objetivo que por aquel entonces comenzaba a tomar forma.

Para los recién, y no tan recién, llegados a la villa, la asociación Irudimen estuvo compuesta por los entonces ya veteranos artistas Buldain y Urdin, y más jóvenes promesas como fueran los Barberena, Agarraberes, Navaz, Juarros, Paternain y Servent. Se barajaron varias opciones para su ubicación, bien bajo el incentivo de la política conservacionista del exiguo patrimonio propio de la misma o como edificio de nueva planta. Opción que al final dio como resultado el edificio actual. Entre ambas opciones dicho artículo contemplaba la rehabilitación de la conocida como casa Pastorico y, tal vez, el edificio, o en su caso el solar de la ya desaparecida fábrica de embutidos Mina. (Se barajaron otras posibilidades también, como fueran aquellas del Colegio Miravalles, actual Euskaltegi, y las instalaciones de la fábrica de zumos Covina, donde la actual Cinfa).

Origen y devenir son conceptos en clave heideggeriana que bien hubieran podido servir para analizar la deriva de este rapto institucional, pues a día de hoy no contamos ni con museo ni con fundación. En su lugar, la caja negra de Uharte se ha convertido en centro de producción de no se sabe qué bajo la experta, renovada dirección, de su recién reelegida historiadora del arte y gestora cultural, Oskia Ugarte (zorionak/felicidades). Algo tendrá que ver en ello la apuesta, independientemente del sesgo ideológico de nuestros parlamentarios, por un Museo Contemporáneo en la órbita de la Universidad privada del Opus Dei, así como el celo por mantener aislada a la fundación Oteiza de su función y activo principal en el credo de su creador: las labores pedagógicas y de experimentación. Aunque todo ello bien pudiera tener una fácil solución que hiciera, siquiera por agregación de elementos, un compuesto nuevo de las artes fruto de la colaboración de todas estas instituciones más el olvidado museo de la Comunidad, al modo como Harman, siguiendo en esto a Latour, o viceversa, llega a considerar al arte como el ente autónomo surgido de obra más espectador. Aspiración casi imposible de conseguir dada la disparidad de intereses a los que responden los diferentes patronatos cuya obediencia depende más de factores externos, políticos, que de la ansiada autonomía requerida por las dinámicas propias de toda creación.

La muerte anunciada de este experimento de la utopía local tiene su contrapeso, sin embargo, en la supervivencia de una institución, aunque en nada responda al origen de la misma. Es lo que tiene el devenir, dirán algunos que nunca han estado interesados por darle continuidad. Olvidados, a estas alturas, los nombres de quienes la hicieron posible, resta aún la posibilidad de hacer justicia mediante el relato en espera, eso sí, de alguien que pueda estar interesado en su realización, así como también dar la pertinente explicación de los porqués de la obrada ruptura. Un correlacionista ejercicio de recuperación de la memoria de nuestra villa que a nadie parece interesar. Desde el comienzo mismo, los diferentes patronatos que han marcado las directrices de la gestión han ido incidiendo en una desvinculación absoluta del entorno inmediato, justamente lo contrario de lo que inicialmente se pretendiera, salvo en anecdóticos programas de irrelevantes talleres que aun contando con la mejor de las intenciones no han tenido continuidad ni publicidad suficientes para hacerlos partícipes y comprensibles en dicho medio.

El autor es escritor